La poeta y Premio Cervantes se convierte en protagonista de sí misma en un delicado y profundamente bello documental sobre la memoria, el tiempo y los colibríes

 

         Ida Vitale, en Málaga. Eloy Munoz Reyes

 

LUIS MARTÍNEZ
El Mundo/ Málaga
13/3/23

 

La distancia que va de Ida Vitale a Ida Vitale es una cursiva. La primera, la que va en redonda y bien erguida, es una poeta casi centenaria (cumple un siglo el próximo 2 de noviembre) que habla enérgica, mira a los ojos del que pregunta y se ríe. Le hacen gracia las cuestiones presuntamente hondas y le animan a la carcajada los recuerdos de la infancia. «Me falla la memoria, pero sólo la corta», dice presumida. La segunda, la que se lee ligeramente acostada a la derecha, delgada y elegante, es la estrella del momento en el Festival de Málaga. Ida Vitale (en bastardilla) es un documental que se podría describir como íntimo. Quizá lírico. Pero, sobre todo, profundamente bello en su calma, en su luz y, mucho más importante, en su voz. Es una película firmada por  María Arrillaga y construida con palabras que también son imágenes; con imágenes que hablan despacio y muy claro. Ahí, en Ida Vitale, se le escucha decir a Ida Vitale que es la memoria la que nos elige, que no al revés; que prefiere a Buster Keaton a Chaplin; que le molesta tanto el aburrimiento de lo repetido como la novedad de lo injustificado. Y así. Ida Vitale es poeta, es Premio Cervantes, es una mujer del siglo, de un siglo, que viaja por el mundo y por el tiempo y que, ya se ha dicho, hoy está en Málaga. Ida Vitale e Ida Vitale. En redonda y en cursiva.

 

Cuando publicó su último libro, todas las entrevistas empezaban acentuando lo de último. ¿Es una película un medio mejor para despedirse?
Nunca hablaría de último [rompe a reír]. Digamos que de la misma manera que no soy responsable de la foto que me sacaron de bebé, tampoco lo soy de este documental. La idea del documental no vino conmigo, no es innata.

En la película habla de su relación con el cine. ¿Cuándo empezó?
De adolescente. Me acuerdo perfectamente de un cine llamado Ariel que ofrecía un programa muy fracturado. Podías ver dibujos animados, un informativo nacional, luego un informativo del mundo... De por medio, un película cortita de, por ejemplo, Los tres chiflados. El cine se encontraba en mi camino hacia el Liceo. Y a la salida de clase me gastaba el dinero de la merienda ahí. Tengo que decir que lo que más me gustaba, lo que me fascinaba realmente, eran los informativos.

En la película dice que le gusta más Buster Keaton que Chaplin...
¿Eso lo he dicho yo? Me extraña.

Está en el documental.
En ese caso, conviene no contradecirse. Puede ser. Sí es cierto que el humor de Buster Keaton es más raro, no es todo reírse porque tropezaste. Muchas veces piensas que el actor fundamental de las películas de los cómicos es la piedra puesta en la mitad del camino.

Y ahora, ¿se ve bien en la pantalla convertida, de repente, en estrella de cine?
Es una experiencia que se tiene y se archiva. No creo que vea la película mucha gente. Y mire que fueron cuatro años de trabajo. Aunque, la verdad, fue mayor el trabajo que me llevó a mí vivir durante todo ese tiempo [vuelve a reír].

¿Confía más en la palabra o en la imagen?
La literatura está conmigo desde muy temprano. Era compañera de escuela de la hija del poeta más importante del momento en Montevideo. Luego crecí y conocí a otro poeta, Fernando Pereda, un hombre exquisito al que nadie tomó en cuenta porque era tan elegante que no se mezclaba con las cosas mundanas de los diarios y eso. Y ahí me di cuenta de que la poesía no puede ser derramada.

¿Cree que estamos perdiendo relación con la palabra en este mundo inundado de imágenes?
Supongo que el mundo tiende a lo cómodo, a lo que menos trabajo da. No sé si en el próximo siglo habrá alguien que abra un libro y lea. Quizá se nos olvide que los libros tienen un índice.

En la película se queja de lo que llama «la gerunditis», de esa manía de usar el gerundio para todo. ¿Cree que hablamos cada vez peor?
Puede ser.

En España, la Academia de la Lengua acaba de vivir una «tormentosa» polémica sobre poner o no tilde al adverbio solo. Se ha decidido quitarlo...
Son unos comodones. Creo que la ortografía da trabajo, porque todas las cosas que tienen importancia dan trabajo. Le diré que yo empecé como abogada y después lo dejé. Pero lo que aprendí es que una palabra puede tener un peso definitivo; una palabra puede sellar el destino de un hombre. No me importó nunca el derecho, pero sí el lenguaje del derecho. Puedes cambiar una vida entera con una simple coma. Hay una cosa muy molesta en eso de llenar de palabras algo cuando no se sabe de qué se está hablando.

Por otro lado, el lenguaje es el depositario de la memoria.
De la memoria y de la antimemoria. Todo depende de cómo lo usemos. Conviene no atribuir al lenguaje más poderes del que ya tiene. Diría que el lenguaje tiene la importancia de un huevo en una cocina. No sé muy bien si vale como imagen [rompe a reír de nuevo].

En el documental se habla mucho de memoria. Llega a decir que la realidad se vive dos veces: en el instante efímero de vivirla y en el eterno de recordar lo vivido.
¿Quién escribió esa frase?

Usted.
Vaya. Pero la memoria tiene vida propia. Las cosas se fijan en el recuerdo a veces sin saber muy bien por qué. Y con el olvido ocurre lo mismo. No podemos elegir lo que olvidamos. El olvido, desgraciadamente, opera solo sin nuestra

Con tantos años de exilio a sus espaldas, ¿hay algo que hubiera preferido olvidar?
Sí, claro, pero no es ahora el momento para recordarlo [carcajada].

¿Cuál cree que es el cambio más importante que ha sufrido el siglo que ha vivido? ¿El de la mujer, quizá?
Le voy a ser sincera, el tema de la mujer me pudre. Da la impresión de que por ser mujer y por obligación te tienen que caer bien todas las mujeres ahora. No me gusta eso de la organización por comisiones y todo eso. Mi familia fue muy matriarcal.

¿Cómo va a celebrar su centenario? ¿Le impone cumplir un siglo?
De ninguna manera. Sigo en pie.

 

Fuente: El Mundo/ Málaga

 

Martes 14 de Marzo de 2023
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