Cuadernos del Hipogrifo
Revista de Literatura Hispanoamericana y Comparada
ISSN 2420-918X (Roma)
ENTREVISTA A HUGO BUREL
(Versión pdf)
Jesús Miguel Delgado Del Aguila
(Universidad Nacional Mayor de San Marcos)
José Hugo Burel Guerra nació el 23 de marzo de 1951 en Montevideo (Uruguay). Desde 2017 es miembro de número de la Academia Nacional de Letras del Uruguay (ANL), institución a la cual ingresó con su discurso titulado «Ismael». Es licenciado en Letras por el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras (que se conoce en la actualidad como UCUDAL) y la Pontificia Universidad Católica de Río Grande do Sul. Aparte de ser escritor, se ha desempeñado como músico, publicista, diseñador gráfico, profesor y periodista. Dentro del ámbito literario, ha publicado cuentos, novelas y ensayos. Entre su producción, algunos títulos son los siguientes: Esperando a la pianista y otros cuentos (1983), Tampoco la pena dura (1989), Los dados de Dios (1997) El autor de mis días (1999), El guerrero del crepúsculo (2001), Tijeras de plata (2003), Los inmortales (2004), El corredor nocturno (2005), El desfile salvaje (2007), El caso Bonapelch (2014) y La misteriosa muerte de Eleanor Rigby (2019). Asimismo, ha sido merecedor de múltiples distinciones. Algunas de ellas fueron el segundo premio del concurso literario de Radio Carve (1975), el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional (1995), el Premio de Inéditos del MEC-Ministerio de Educación y Cultura (1995), el VII Premio Lengua de Trapo de Narrativa (2001), el Premio Bartolomé Hidalgo (2004), el Premio Alas (2008) y el Premio Libro de Oro (2014).1
1 Parte de la breve biografía del escritor uruguayo Hugo Burel se tomó de la página web de ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española).
J.M.D.A. – ¿Cómo empezó su gusto por la Literatura?
H.B. – En realidad, desde el punto de vista de la creación y el arte, yo tengo un origen más vinculado con el dibujo. Desde muy pequeño, dibujaba. Me gustaba mucho hacerlo. Y, bueno, eso me llevó a desarrollar una carrera como diseñador gráfico y dibujante publicitario. Trabajo desde los 18 años en publicidad, y, a partir de ahí, empiezo a incursionar en un intento de pintura o de ilustración artística, que no prospera. En algún momento, después de haber abandonado la carrera de Abogacía, me descubro escribiendo un cuento como una manera, quizá, de emular a mis maestros inspirados en la lectura —en ese momento, Ray Bradbury, Horacio Quiroga, Edgar Allan Poe, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, etc.—. Bueno, a partir de esa necesidad de expresión, descubro casualmente el libro El hacedor (1960) de Borges. Esa lectura fue la que me empujó a la escritura de manera definitiva. Empiezo a intentar con los cuentos. Gano un premio de un concurso joven —como ese que mencionaste de Radio Carve en 1975—. Y, bueno, desde que publico mi primer cuento, y después mi primer libro, no he dejado de escribir ni de estar entregado a la literatura, pese a haber seguido —como dijiste al comienzo— una carrera paralela con la Comunicación en Publicidad y el Diseño. Ese fue un poco el mecanismo que encontré para mantener al escritor de verdad, porque lamentablemente la escritura no te permite vivir en ciertos momentos, sobre todo cuando no te conoce nadie. Para aclararte, el 10 % del derecho de autor de un libro que se vende en Uruguay es poco, porque se venden pocos ejemplares. En fin, dentro de ese panorama, no he dejado de publicar ni de escribir, y tuve la suerte de ganar varios premios. Después, en 2015, fui invitado a incorporarme a la Academia Nacional de Letras de Uruguay, que es obviamente un honor y un orgullo. He ejercido la docencia en Comunicación, no en Literatura. Y me considero afortunado en la medida en que he logrado publicar todo lo que he terminado. He podido publicar cuento, novela y algún libro de ensayo. Bueno, acá me tienes. Eso es más o menos lo que te puedo decir sobre la primera pregunta.
J.M.D.A. – ¿Podría comentarnos cómo fue su formación literaria?
H.B. – Yo creo que el autor tiene que leer muchísimo para poder escribir. Esa es la mejor manera de aprender. En particular, yo no creo en esos talleres de escritura, en donde alguien procura guiar a un determinado grupo de personas para orientarlo en la posibilidad de la escritura. Asumo que escribir no es una profesión ni un oficio. En realidad, es un destino, como dijo Borges; así como también lo indicó Onetti, al mencionar que un autor que escribe para su vicio, su pasión, su placer y también para su desgracia. Se trata de una actividad ambivalente, muy solitaria e inexplicable. Yo, al día de hoy, todavía no logro explicarme el mecanismo final de la escritura; sobre todo, la escritura de ficción. Claro, yo soy un escritor de ficción, por sobre toda otra especialidad. Y, bueno, esa necesidad de expresarme a través de ficciones, esa sujeción a mundos imaginarios, actúa con la creación, y nadie te obliga a hacerlo. Esa necesidad de contar cosas y seguir indagando en ese mecanismo es la que te va llevando a escribir todos los días, a no estar satisfecho del día y a procurar seguir leyendo. La lectura es muy importante, más allá de la influencia que pueda tener en tu estilo como autor. Llega un momento en que te «sacudes» de encima esas influencias — bienhechoras, por supuesto—. Eso es importante. Así, empiezas a descubrir tu propio lenguaje, tus temas y tus necesidades, y te internas para decir algo, etc. Por supuesto, tengo una Licenciatura de Letras que desarrollé en el Instituto de Filosofía Ciencias y Letras de Montevideo, que es hoy la Universidad Católica del Uruguay «Dámaso Antonio Larrañaga», en donde he sido docente también, pero toda esa posibilidad, desde un estudio —por decirlo, estructurado, como lo es una licenciatura— con un apoyo teórico, yo lo seguí después de haber abandonado la carrera de Derecho. Desde el punto de vista académico, me sentía un poco vacío al no tener una carrera —me refiero a una carrera con título, y esa es otra de las grandes presiones que hay para muchos en Uruguay—. Bueno, ese título de licenciado en Letras no lo he utilizado en un sentido práctico de impartir clases. He dado algún seminario de Literatura y algunos cursos, pero me ha servido, más que nada, para organizar un poco el conocimiento, sobre todo, de las herramientas utilizadas de la escritura, pero no mucho más allá de eso. Como yo siempre digo, me considero «un escritor a secas»: alguien que escribe, porque, además, el hecho de publicar un libro no significa que ese que lo publicó sea un autor. Ser escritor de escritorio es otra cosa. Uno media la publicación para ser escritor, pero de cualquier manera hay un enriquecimiento permanente en las lecturas, en tu progreso como autor, en la ambición que ofreces en los temas que desarrollas. Bueno, es un poco eso. De allí, está el desafío de no padecer ese síndrome de la página en blanco, que muchos atraviesan. Para mí, eso no existe. Nunca me he planteado la posibilidad de no poder escribir o no tener una idea para expresar sobre la hoja en blanco. Yo escribo siempre. A veces, escribo más de un proyecto a la vez, de la misma manera que también leo más de un libro. Sé que mi vida se organiza en función de esas actividades de lectura y escritura. Y creo que la llevo bien. Estoy muy satisfecho. He publicado mucho. Y pienso seguir publicando, seguramente.
J.M.D.A. – Usted ha publicado más en el género narrativo. Ante esa predilección, ¿qué autores o libros considera influyentes en su producción literaria?
H.B. – Ese es un tema que involucra distintas épocas. Cada edad, o cada momento de tu vida, tiene sus autores. No son los mismos. En ese sentido, las lecturas dependen mucho de la edad que tengas, de tus intereses —así sean muy personales—. En mi caso, yo empecé siendo un devoto lector —como te dije— de Bradbury, Quiroga, Poe, Onetti, Borges, Cortázar, en fin. Fueron autores que en ese momento no solo me inspiraron, sino que me dieron una cierta idea de lo que se podía hacer en literatura; por ejemplo, los mundos que crea Borges, la construcción onettiana del universo de Santa María o el increíble juego literario que logra armar Cortázar. Luego, fui accediendo a otros autores; sin duda, a Mario Vargas Llosa. Me deslumbró su novela Conversación en La Catedral (1969). Por supuesto, antes de él, accedí a Gabriel García Márquez. Me deslumbré por Cien años de soledad (1967). Después, empecé a descubrir otros autores no tan latinoamericanos, como William Faulkner —quien llegó a través de Onetti—, Henry Miller, John Dos Passos, Ernest Hemingway, por supuesto, y Franz Kafka. En fin, fueron autores de precedente universal, a los cuales fui accediendo e incorporando en la medida que me ofrecían caminos, formas de mirar, metáforas, climas y personajes. Es decir, un autor se «nutre» obligatoriamente de otros autores. Y eso es muy bueno que suceda. El tema es que uno no debe quedarse sujeto a esos autores demasiado tiempo, en la medida en que no deben colonizarte. Te deben ayudar; en otras palabras, prestar sus espaldas para que tú te subas y avances, pero sabiendo cuándo bajarte a tiempo y mantener un diálogo permanente con esa literatura, que no necesariamente sea la más novedosa, la más audaz o la más vinculada con el momento. Bueno, cuando llegas a cierta edad, te encuentras con una nueva lectura de obras que habían estado leídas a ese tiempo. Las vuelves a leer con otra mirada, y te vuelven a asombrar. La relectura también es muy importante para un autor. Entonces, toda esa batería de autores y obras va generando tu propia biblioteca y tu lugar en el mundo, desde el punto de vista de lo que te gusta, de lo que disfrutas y de lo que necesitas como compañía y método de aprendizaje. En ese sentido, todo eso es un apoyo indudable a la solitaria actividad del escritor, sin duda.
J.M.D.A. – ¿Cómo es su experiencia como lector a nivel más técnico?
H. B. – Bueno, no soy metódico; más bien, soy bastante caótico en mi lectura. Por ahí, agarro un autor, y lo indago; después, lo dejo, y tomo otro. Procuro ir descubriendo lo mejor del autor dentro de su obra. En fin, puedo leer una novela y, simultáneamente, un libro de cuentos. No tengo una conducta demasiado organizada a la hora de leer. Por eso, yo siempre digo que nosotros no elegimos los libros: los libros nos eligen a nosotros, en un sentido casi misterioso. Ese libro que por alguna razón compramos, abrimos y a la tercera página lo dejamos es el libro que veinte años después nos está esperando en la biblioteca. Y uno le dice «bueno, ahora sí, ahora te toca». Lo agarras, pero ya es otro libro. Y descubres algo maravilloso, cuando veinte años atrás no te parecía tanto. Esa es la magia del libro. El libro siempre te espera. Es el amigo silencioso que siempre está dispuesto y te espera al final de tu día en la mesa de luz para que lo leas un rato antes de dormir. Y tú sabes que esa espera es mutua; es decir, tú esperas llegar al libro y abrirlo en la página que lo dejaste, y volver a encontrar esa historia. Y el libro también te está esperando a ti. Está ahí cerrado, tranquilo. No consume energía. No necesita un programa. No se juega. No establece dificultades. Vas, lo abres y te conectas con el mundo o varios mundos. Y puedes viajar en el tiempo, así como conocer culturas que ni soñabas conocer. En fin, la literatura es un mundo inabarcable y absolutamente maravilloso para el que la sabe recorrer. Pero insisto en que la lectura es producto de una formación, una experiencia, una necesidad y una capacidad de ir degustando aquello que requiere a veces una cierta preparación previa, una cierta información, una cierta experiencia personal y una cierta empatía. Hay autores con los cuales no logro encontrarme nunca. Jamás me puedo cruzar con ellos ni detenerme. En cambio, hay otros autores que los vivo frecuentando y son amigos silenciosos, fieles, que están siempre dispuestos. Bueno, con ellos, me llevo muy bien. Es como la vida: no puedes estar conociendo a todo el mundo. En fin, lo que conoces, lo que valoras y te sirve, te es enriquecedor y está cargado de momentos maravillosos.
J.M.D.A. – ¿Cuáles son sus métodos o sus estrategias durante el proceso de escritura? ¿Podría comentarnos cómo los ejecuta?
H.B. – Algo te dije hace un momento: la escritura es algo muy misterioso; al menos, la escritura de ficción. Imagínate que eres un niño y tienes un juguete que te gusta mucho, te divierte y funciona, pero un día te dices «quiero ver cómo está hecho esto» o «quiero ver de qué manera lo hicieron para darme cuenta de por qué me divierte y funciona». Entonces, desarmas ese juguete. Lo desmontas. Y, cuando quieres volver a armarlo para poder seguir jugando, te das cuenta de que ya no puedes ensamblar esas piezas, porque allí hay algo que se ha perdido, y no logras encontrar la forma de que el juguete vuelva a estar unido. Bueno, me pasa eso con la escritura. Muchas veces, yo he pensado desentrañar ese misterio. ¿Por qué una determinada historia o un determinado personaje me sujetan y me obligan a reflexionar y crear en mi mente situaciones específicas? ¿Por qué quedo sujeto a ese proceso, que inevitablemente dura hasta que termina? Y a veces me planteo que, si descubriese la razón por la cual lo hago y cómo se produce eso, quizás me dejaría de interesar y gustar. Por eso, prefiero que la búsqueda de ese misterio se siga manteniendo con cada obra que encaro y que sé perfectamente que no se agota, en lo que sería ubicar eso, que inmediatamente después me voy a procurar otra historia y otra situación que me convoque, me comprometa, me obsesione y me haga transitar esa especie de trance que es la escritura. Entonces, desde el punto de vista metodológico, yo no tengo una metodología determinada.
Simplemente, me pongo a escribir. Tengo facilidad para escribir lo que me propongo casi de primera. Después, corrijo, por supuesto, pero hay algo interior que me va llevando, y yo obedezco a eso. Lo dejo fluir. No me planteo esquemas ni sinopsis ni cosas. Yo voy, y arranco: capítulo 1, capítulo 2, capítulo 3, hasta llegar al final. A veces, cambio; otras, suprimo, me detengo o dejo de escribir eso que estoy haciendo, porque en algún momento la conexión se pierde. Y lo más inteligente es no insistir cuando te das cuenta de que eso pasa. Uno debe dejar dormir eso que empezó, y seguir con otra cosa. A la larga, eso va a regresar en algún momento. Como el libro que te sale al paso, el texto también te sale al paso. Se manifiesta en otro momento y con otra intensidad, y ahí recuperas esa idea y esa iniciativa que tuviste. Yo tengo textos que hace 30 años los estoy escribiendo, y siguen ahí. Y otros los he escrito en seis meses. No hay una medida o un esquema que te permita encajar esa necesidad tuya y decir «bueno, tengo esta idea o este personaje, así que me propongo y lo hago en tanto tiempo». No lo sé. Yo, por lo general, escribo de mañana, temprano. A veces, retomo el trabajo después, en la tardecita. Lo reviso, pero no soy de sujetarme a un horario y, mucho menos, escribir muchas horas por día. Yo no lo puedo hacer. La máxima cantidad de horas que le puedo dedicar a la escritura diaria será tres horas, cuatro como mucho, y no más. Para mí, la escritura tiene un componente libre. Por ejemplo, no concibo a alguien que escriba desde el sufrimiento. Para mí, la escritura siempre significa un goce, aun escribiendo sobre temas dolorosos, situaciones dramáticas o conflictivas. Yo no soy un autor que esté presente demasiado en su propia biografía a través de las ficciones que va desarrollando. Prefiero la invención. A veces, hay algo mío. De hecho, alguna novela tiene tintes autobiográficos deliberados, por supuesto, de los que me he dado cuenta, y los he aprovechado. Por ejemplo, hay una novela que me gusta mucho, que es Tijeras de plata (2003). Ahí, hay un personaje que soy yo, pero eso no es demasiado frecuente para mí. El autor tiene la posibilidad de escamotearse, de estar oculto, no en un personaje, sino en varios. Y ese es el juego predilecto del autor: poder estar presente en todos los personajes y no ser absolutamente ninguno. Creo que esa es la mejor receta: no estar demasiado identificado con un personaje, sino que uno debe estar atendiéndolos a todos y participando de todos. Considero que ese es el mecanismo que más me gusta de la escritura, esa posibilidad de ofrecer al lector otras vidas —primero, viviendo uno (el autor) esas vidas—. Por ahí, va el tema de la escritura.
J.M.D.A. – Usted tiene la experiencia de haber publicado en editoriales de renombre como Alfaguara, además de haber obtenido distintos reconocimientos importantes. Frente a ello, ¿cómo contribuyen las publicaciones y sus incentivos en su carrera de escritor?
H.B. – Yo ya he abandonado la idea de que la escritura es una carrera con una determinada cantidad de premios, publicaciones y traducciones a otras lenguas. Eso es algo muy difícil no solo de medir, sino de lograr. Yo tengo una larga trayectoria en la escritura. He publicado en editoriales internacionales muy importantes, como en Planeta, Sudamericana y, hace un tiempo, Penguin, a través de Alfaguara. Eso es verdad. También, he tenido posibilidades de tener presencia de mis libros en otros países, no en todos los que hubiera querido. No he tenido traducciones importantes, casi ninguna, salvo en una novela que se llama El guerrero del crepúsculo (2001), que ganó el VII Premio Lengua de Trapo de Novela y que, además, fue traducida en portugués. No importa. Kafka es el mayor escritor del siglo XX, y su literatura no salió de las calles de Praga. O sea, no me puedo complicar estableciendo qué tanto o menos beneficio tiene publicar en un sello internacional o ganar premios. Sí lo tiene. Eso ni qué hablar, pero no son tantos como lo que tú puedes imaginar. En el mundo de la literatura de hoy, es muy difícil tener un destaque, y sobre todo un destaque sostenido. También, es cierto que los premios no cambian la obra en absoluto. Cambian un poco la vida del autor: le dan un cierto renombre en un determinado momento, pero tampoco eso es el deshidrato. Yo hace un tiempo tuve la posibilidad de conocer a un escritor francés, que se llama Pierre Lemaitre, que estuvo en Montevideo, a quien he leído y me gusta muchísimo. Bueno, Pierre Lemaitre me dijo una cosa muy interesante en un almuerzo. Él publicaba libros dentro de lo que sería una literatura de serie negra. Era relativamente conocido en Francia, pero hasta ahí. Y tuvo la posibilidad de ganar el Premio Goncourt con una novela que se llama Nos vemos allá arriba (2013). Y él me dijo que, a partir de ese premio —por supuesto, que es la reedición de su obra previa—, se «disparó»: sus traducciones, etc. Pero, más allá del premio, de ser el Goncourt, me dijo «todo eso está muy bien, pero lo único que te permite cierto destaque es la suerte. Tienes buena o mala suerte. Yo tuve suerte. La suerte es importantísima». A mí, me pasó algo similar. No lo comparo con los premios, pero hace algunos años con una novela que se llama El corredor nocturno (2005), que después fue filmada por el director español Gerardo Herrero y se hizo una película que trabaja Miguel Ángel Solá y Leonardo Sbaraglia, que fue una película exitosa en su momento. Yo, con esa novela, estuve a poco de ganar el Premio Alfaguara. Lo perdí por mayoría. Es algo raro en un jurado de Alfaguara, pues normalmente los premios se dan por unanimidad. Bueno, eso lo perdí por una mayoría de un voto. No importa. No sé en qué me hubiera cambiado la existencia ese premio, pero siempre es un factor suerte que domina el tema de los premios.
Por lo tanto, uno no puede estar considerando a priori ganar tal premio o tal otro. En realidad, uno no debe tener ningún tipo de premio por lo que hace. Esa es la actitud más sabia y más sana, porque —como ya te dije— la obra no va a cambiar con el premio o sin él. Es la obra. Es lo que tú hiciste. Y, bueno, si alguien lo valora y lo quiere premiar, está muy bien; pero, si no recibe premios ahora, va a seguir siendo lo mismo. Cambia mucho el autor y, bueno, le puede cambiar un poco la cuenta bancaria. Pero no creo que vaya más allá de eso. Entonces, uno tiene que aceptar el derrotero de su escritura y no tomarlo como una carrera —una carrera implica un esfuerzo, superar a otros y llegar a una meta—. Como dijo Jorge Luis Borges, la Literatura no es un certamen, pero tampoco es una carrera. Es un destino, una necesidad vital, una posibilidad expresiva o algo que no puede ser sustituido por otra cosa; es decir, el problema que a mí me resuelve escribirlo me lo resuelve otra actividad que yo haga. Eso lo tengo claro desde hace tiempo. Así que «anda por ahí» también el tema de la escritura.
J.M.D.A. – ¿Considera que la Academia Nacional de Letras de Uruguay también contribuye a preservar y difundir su experiencia como escritor de su país?
H.B. – Bueno, ahí estamos en una situación en la cual yo integro un colectivo, un cuerpo colectivo, que tiene una determinada actividad que está regida por un reglamento que cuenta con una función dentro de lo que son el idioma y la cultura, pero que no necesariamente me va a dar difusión y apoyo a la obra que yo tenga. Hay otros autores que también forman parte de la Academia, y les pasa lo mismo. Ahí, en la Academia, lo individual pasa a estar condicionado a una actividad del grupo, del consejo, desde el pleno. Somos 19 miembros en la Academia que estamos actuando y atendiendo un sinfín de temas vinculados con la gramática, el léxico, los diccionarios y la actividad de la ASALE. Es lo que sucede en España, en fin. Son muchos niveles de actividad que no pasan necesariamente por que eso permita un destaque de alguien individualmente por donde importe determinada obra. Está descontado que la Academia promueva al integrante, destaque las obras que publica, las incorpore en su biblioteca, anuncie los lanzamientos. Bueno, eso se hace también, pero lo que me da la Academia es indudablemente una satisfacción personal enorme. En ese sentido, es un honor pertenecer a la Academia Nacional de Letras de Uruguay. Es algo que tiene una condición vitalicia, mientras uno no manifieste la necesidad de dejarla o de no seguir, o sea, es algo que me puede acompañar de aquí al resto de mi vida y lo trataré de hacer con una gran entrega en lo personal, pero siempre mirando que estoy representando a una cultura, a una manera de encarar la existencia de la lengua y de representar de alguna forma su preservación y su mejoramiento, que en definitiva es la misión que tiene la Academia Nacional de Letras en cualquier país. O sea, yo separo claramente la actividad del autor con la del académico, en el sentido de que siendo la misma persona tenemos ocupaciones paralelas, pero distintas, sin duda.
J.M.D.A. – Con la experiencia que tiene en la escritura creativa, ¿cómo ve el panorama que se está construyendo del canon de su país en relación con las producciones literarias de otros escritores nacionales?
H.B. – Bueno, tú sabes que determinar la existencia de un canon o de un determinado grupo de autores que por circunstancias especiales tengan un destaque, una trayectoria y un reconocimiento es algo muy difícil, en el sentido de que actúan muchas variables dentro de esa mirada. Por un lado, está lo que es la industria editorial, que —como todos sabemos— es un negocio como cualquier otro. Impulsa la letra del libro en la lectura, pero este tiene un criterio absolutamente enfocado en el presente. No está buscando la trascendencia, la duración o lo que fuere. Por lo general, los cánones están creados o identificados por personalidades de la crítica estudiosa. Te doy el ejemplo del famoso libro de Harold Bloom, El canon occidental (1994). Bueno, ahí tú puedes ver una serie de reflexiones de este estudioso norteamericano que, de alguna forma, está fijando desde su punto de vista qué obras o autores son los que merecen ingresar en una especie de categoría del olimpo. Frente a ello, yo creo que un autor no debe preocuparse de integrar canon alguno, sino que, más bien, tiene que preocuparse por su obra y por lo que hace. En definitiva, no se elige el hecho de pertenecer o no a una determinada categoría que fije quiénes son los que merecen perdurar y quiénes no en la posteridad. Entonces, yo apenas puedo ser consciente de lo que yo hago y lo que están haciendo algunos colegas coetáneos. En general, yo leo poca literatura uruguaya. Quizá ese sea un defecto. Lo reconozco. Y ahora me voy a enfrentar en pocas semanas a mi actividad como jurado en un concurso organizado por el Ministerio de Educación y Cultura, en la categoría narrativa. Y eso me va a permitir acceder a obras inéditas y publicadas de lo que se está haciendo en Uruguay en este momento —de lo que se ha publicado desde hace dos años hasta la fecha—. Eso creo que, más allá de mi tarea como jurado, me va a servir para hacer una especie de repaso de lo que está pasando y enterarme del conjunto de obras o autores que están en este momento publicando o intentando publicar, pero no me preocupa sinceramente esa idea de canon, grupo o selección. Obviamente, no me corresponde a mí hacerla ni incluirme en ella. Simplemente, tengo que cumplir con lo que yo necesito hacer. Y, con eso, ya estoy justificado. Es como decía Antonio Machado: «Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito». Y eso creo que es lo que hago normalmente. No me estoy preocupando de quién va a perdurar o quién no, ni cómo estoy yo en relación con los demás, ni si merezco o no ingresar a un determinado canon. No lo sé ni tampoco me preocupa.
J.M.D.A. – ¿Qué recomendaciones podría brindar a los jóvenes que también desean ser escritores?
H.B. – Bueno, esa es una pregunta muy común que te hacen, sobre todo, cuando estás llegando a cierta edad. En primer lugar, lo único que les recomiendo a los jóvenes es que lean, que traten de organizar la lectura y que esa lectura sea provechosa. Uno debe ir a esos autores o esas obras que, de alguna manera, justifican una lectura interesada y atenta. Lo otro es que si tienen algo que decir traten de hacerlo escribiendo. La lectura es mejor que la escritura, porque la lectura te dice cómo se construye una frase, cómo se desarrolla un personaje, cuál es la necesidad de describir algo o no hacerlo. Uno debe ir a los autores que tienen una técnica y una capacidad de deconstrucción de la literatura, muy clara y depurada. No se trata de transitar por la experimentación por el simple hecho de que parezca ser novedoso o nos permita quebrar ciertas reglas. Hoy en día, es muy difícil aconsejar a un joven, porque esta la influencia permanente de los medios electrónicos y otros medios que contienen relatos, sobre todo, el audiovisual. Creo que hoy la lectura es otra cosa: genera otro tipo de sensaciones, tiempos y reflexiones, en la medida en que estás en contacto con demasiadas imágenes, abundantes mensajes breves y mucha velocidad de consumo de esas imágenes. Con todo ello, te va a costar encontrar tu tiempo como autor. En ese sentido, yo creo que el autor tiene que renunciar a determinados tiempos en otras actividades y concentrarse en leer y pensar en qué puedo decir con lo que he vivido, leído y lo que quisiera vivir. Sobre todo, es muy importante la imaginación —la capacidad de imaginar—. Obviamente, estoy hablando de literatura de ficción, que es la más estimulante de todas para mí.
19 de julio de 2021
Fuente: www.revistaelhipogrifo.com - Rivista Semestrale di Letteratura Ispanoamericana e Comparata