Homenaje a José E. Rodó
"Las ideas cambian el mundo"

 

 

Rodó en nuestro patrimonio
Disertación del presidente de la ANL, Ac. Wilfredo Penco

 

      Diario La Mañana
      30 de setiembre de 2021

 

El pasado jueves 23, el Ministerio de Educación y Cultura con la presencia de sus principales autoridades, desde la Biblioteca Nacional, bajo la consigna “Las ideas cambian el mundo”, realizó el anuncio oficial que será el nombre de José Enrique Rodó que designará al Día del Patrimonio. Lucida ceremonia que contó con una apertura y un cierre musical a cargo de los jóvenes músicos del Sodre. Hicieron uso de la palabra el presidente de la Academia Nacional de Letras Wilfredo Penco, el director de la Comisión del Patrimonio Cultural William Rey y el ministro de Educación y Cultura. Y finalizando el acto, el presidente del Correo Rafael Navarrine, luego de pronunciar una emotiva alocución, descubrió en el atril que se encontraba, el sello conmemorativo de los 150 años del insigne pensador compatriota.
Publicamos la disertación integra del Dr. Wilfredo Penco.

 

Toda obra literaria es producto de la escritura de un autor pero también lo es de las lecturas sucesivas que de ella puedan proponerse. Lo anunció José Enrique Rodó con anticipación: “Es (…) el espíritu del contemplador el que gradúa la intensidad y la belleza de la obra. No hay una sola Ilíada ni un solo Hamlet; hay tantas Ilíadas y tantos Hamlets cuantos son los íntimos espejos que, distintos en matiz y pulimento, ocupan el fondo de las almas”.

Y aunque son unos cuantos los así llamados por Rodó contempladores que leyeron a Rodó en diversas épocas, hoy quiero empezar recordando a cuatro de ellos que fueron decisivos y aun hoy siguen influyendo en las lecturas rodonianas de este siglo.

Me refiero al profesor Roberto Ibáñez, primer ordenador y estudioso del descomunal Archivo Rodó que hace no mucho comenzó a ser digitalizado y que Julia, la hermana sobreviviente del escritor, decidió legar al Estado uruguayo y su albacea, el Dr. Dardo Regules, entregó al Museo Histórico Nacional y a la Biblioteca Nacional hace casi ocho décadas.

También al Dr. Carlos Real de Azúa, uno si no el más agudo de los lectores de Rodó hasta la fecha.

Y al profesor Emir Rodríguez Monegal, de cuyo nacimiento se cumple este año un siglo, responsable de la mejor edición de las Obras completas de Rodó, publicada en 1957 y 1967.

Y, por supuesto, al Dr. Arturo Ardao, que relevó con penetrante perspectiva, la vocación americanista de nuestro escritor.

Fue José Enrique Rodó una figura estelar que, por su vida y su obra, sigue siendo -ciento cincuenta años después de su nacimiento- objeto de devociones y controversias.

Como en otra ocasión, propongo ahora, a modo de síntesis, que para volver a leer a Rodó, para volver a leerlo, no hay que olvidar que fue un hombre reservado, respetuoso, cortés, casi tímido. Y aunque también fue cordial y comprensivo, en sus gestos y actitudes había cierta solemnidad o, por lo menos, solía guardar considerable distancia hacia sus interlocutores. Pocos, muy pocos supieron de los conflictos e incertidumbres de su vida privada. Sujetó sus angustias y complejidades y procuró preservar lo que solo a él le constaba, hasta las últimas consecuencias, incluida la enfermedad que lo llevó a su inesperada muerte, lejos de su país, su familia y sus amigos.

El perfil del escritor solitario y ajeno o sobrepuesto a las cotidianas implicancias, predominó sobre cualquiera de sus otras posibles perspectivas. Pero esa inclinación a reconcentrarse, a impedir que se filtraran intimidades y confidencias, no afectó su notoria capacidad para relacionarse con los demás. Si hubiera recortado esa facultad, que cultivó en forma casi militante, no habría ejercido, seguramente, el periodismo -que es una de las labores intelectuales de signo más social, por su propio sentido de comunicación- ni desplegado intensa actividad política y parlamentaria. Tampoco habría insistido en una producción epistolar tan amplia como la que lo vinculó con tantas figuras del mundo de la cultura en América y Europa. Rodó supo construir una red de conexiones como tal vez nadie en el Uruguay y hasta en el continente de su tiempo. En todo caso fue la índole de las relaciones establecidas lo que lo proyectó con una imagen algo estereotipada: la imagen del Maestro que se dirige a sus discípulos.

Del mismo modo que Próspero dicta su clase magistral en Ariel, en vida y obra Rodó se pareció cada vez más a su personaje, como si se tratara de un paradigma, de un modelo a imitar y, sobre la base de arraigadas convicciones, trató a sus semejantes con la vocación de quien enseña, asumida como destino por méritos propios y también por reconocimiento de sus destinatarios.

Si bien fue un hombre de su tiempo, aspiró a trascender sus circunstancias. Los matices del lenguaje remontaron en él una estructura que promueve la armonía como eje y el equilibrio de la reflexión a la manera de bálsamo y a la vez de incentivo. A partir de ese diseño, desde otras generaciones lo admiraron y pretendieron seguir su ejemplo, y a veces terminaron por distorsionarlo a fuerza de retórica e imposturas.

Sufrió los problemas que agobian la existencia y propugnó soluciones encarnadas en un proyecto de vida que hace del desarrollo de la cultura el centro de los mayores esfuerzos. Muchas veces fue sometido a incomprensiones y mezquindades en un medio demasiado estrecho para que se calibrara con certeza, desde los centros de poder, sus ideas, proposiciones y sueños. Humanista consecuente, su laberinto especulativo se corresponde con interrogantes que anticiparon apenas los conflictos del siglo. Algunos de los asuntos planteados, sin embargo, perduraron durante la centuria y alternaron con peripecias transformadoras que Rodó ni siquiera llegó a sospechar.

Aunque hoy no es leído como hace un siglo y mucha agua ha corrido bajo el puente, sigue siendo referencia necesaria, en estas latitudes, para el diseño de estrategias intelectuales de largo alcance.

Como crítico literario, desde los primeros artículos en la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales hasta los incisivos ensayos en El Mirador de Próspero, fue un guía requerido para comprender temas, períodos y autores abordados, para asociar tradiciones y sensibilidades, y construir enfoques de conjunto allegados a los procesos históricos. «Juan María Gutiérrez y su época» se levanta, en tal sentido, como estudio ejemplar para la visión coherente de una época.

En Motivos de Proteo se ocupó de la personalidad individual, como antes, en Ariel, su preocupación había estado concentrada en la identidad colectiva. De su inconcluso periplo europeo dejó algunas crónicas reunidas póstumamente en El camino de Paros, que junto a otras tantas narraciones en forma de parábolas, es probable que sean la puerta de entrada más accesible a su obra.

El americanismo, los valores de la cultura latina cotejados y discriminados en contraste con la triunfante ideología sajona, el heroísmo y la voluntad, las vocaciones y la educación, los ideales clásicos de belleza, el cristianismo como ética, la tolerancia como principio rector, el espíritu de libertad, la renovación del lenguaje, son algunas de las páginas de su programa, elaborado a la luz del nuevo siglo, en medio de esperanzas y derrotas.

Testigo privilegiado de angustias finiseculares, en tránsito por los primeros diecisiete años del siglo XX, desbordados los medios académicos, sus elaboraciones siguieron resonando, tras su muerte, entre apologías y rechazos, abiertas al porvenir.

Al leerlo de nuevo, como a un clásico, se hace imprescindible considerarlo en su conjunto, sin prejuicios, amputaciones ni falsos agregados. Como él hubiera querido: con «aquellos íntimos ojos con que nos vemos a nosotros mismos».

El Día del Patrimonio, que este 2021 lleva su nombre por decisión del Gobierno Nacional, será una buena oportunidad también para recordarlo.


*Wilfredo Penco, Presidente de la Academia Nacional de Letras

 

Fuente: Diario La Mañana/Uruguay

 

 

 

Jueves 23 de Septiembre de 2021
Ministerio de Educación y Cultura