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“La suya es una persecución serena, lúcida e inquietante, que a veces nos devuelve lo siniestro y eso que Rilke pensaba como lo terrible que todavía podemos soportar”
Por Hebert Benítez Pezzolano
28 de junio de 2024
De pronto, iniciar una reseña sobre un libro de poemas de Rafael Courtoisie me conduce a una convicción sostenida desde hace décadas sobre su obra. Rafael, que en su momento sorprendió con la poesía más desarrollada y madura de nuestra generación (se inicia con Contrabando de auroras, en 1977), con el paso del tiempo, de sus títulos y de sus premios –entre cuyos jurados se han contado figuras como Octavio Paz y Jaime Sabines–, se constituyó en una de las voces insoslayables de la poesía uruguaya y latinoamericana contemporáneas. Su estado de renovación continua, para decirlo muy cerca del título sintomático de uno de sus poemarios más “inflexivos” (Cambio de estado, de 1990), ha dado lugar a una dinámica potente que jamás ha renunciado a la exigencia seductora, al rigor y a una cuerda reflexiva que es siempre su momento autotélico.
En el trayecto de su obra poética, el poema señala su elaboración como un imperativo sin alternativas del nombrarse a sí mismo (sea esto inconsciente o no) junto al acto de tenderse a la comunicabilidad. Estos dos hechos, rigor y formas de comunicar un mundo, viven aunados y en equilibrio en su enunciación poética. Su idea de poesía proyectada intensamente en la escritura ha estado relacionada con esta conciencia, que, decantándose simultáneamente con otras manifestaciones del talento que la origina, ha dado lugar a distintos modos de esa tensión equilibrante de ambos fenómenos. Incluso, cuando nos enfrentamos a su rica obra narrativa, que en principio puede parecer tan distinta, fuerza es decir que ciertos tramos y momentos de sus cuentos y novelas ofrecen un relieve cercano a su poesía.
Su rasgo más propio se puede graficar mediante una espiral en la que ingresan escenas y objetos que son contados a la manera de un mito, a través del que se produce la refiguración inesperada de las imágenes del mundo según las conocemos en sus relieves más prosaicos y “comunicacionales”. Naturalmente, los discursos sociales dominantes de la vida pública, así como aquellos que se desplazan sobre la vida doméstica e íntima en sus más amplias variedades y expresiones, quedan subsumidos en el despliegue transformador de un espacio poético que se yergue como una genuina acción desmitificadora. Semejante acontecimiento mantiene el dramatismo decisivo de una verdad que inquieta: el lenguaje es la primera cosificación de lo real, por lo que su peligro es la promoción de la ceguera. Courtoisie lo sabe y por eso su poesía nos hace ver de nuevo con una luz insospechada, que asombra pero no agobia al ojo y al objeto de la mirada.
Libros tan distintos en el arco del tiempo como Orden de cosas (1986), Cambio de estado (1990), Estado sólido (1996), Música para sordos (2002), Ordalía (2016) o Hacer cosas con palabras (2023) comparten una estrategia paradójica de definición, que, al mismo tiempo critica lo finito que entraña el hecho de de-finir. De pronto advertimos que la ingeniería química, profesión nunca ejercida por el autor, tiene la capacidad de irrigar un rastro de su paradigma científico en dicho acto. Así, Manual de poesía para resolver problemas domésticos se convierte en un libro maduro cuyo brillo intenso penetra en los abismos del domus, que es lo mismo que decir de los hechos y las cosas de lo real, sea lo que sea esto último, Lacan incluido.
“La mirada de Rafael Courtoisie desconecta el mundo de sus evidencias: es obra de un ojo desestructurador de lo que el lenguaje cosifica”
El Manual, dividido en dos partes (la primera de ellas lleva el título del libro, mientras que la segunda se denomina “Desescrituras”), y equilibradas en cantidad de poemas, muestra a una y otra desde todo lo que atañe al drama de las palabras en y con las cosas. La complejidad de este devenir es experimentado con sorpresa por un lector, avezado o no, que consigue asistir a una pantalla inédita de lo que daba por hecho y sabido. En consecuencia, el mundo de lo mínimo de la vida doméstica se alza como una materialidad irrevocable, en la primera parte, ya desde los títulos: “Por qué es mejor irse a dormir temprano” (uno de los poemas culminantes del libro), “Preparativos para los primeros fríos”, “Qué hacer ante un grifo que gotea”, “Ordenando frascos en la cocina” o “Cuando vayas a reparar un muro”. Lo elemental, lo aparentemente nimio, lo que no se “cuenta” en el orden de lo poético es el impredecible lugar fundador de la poesía de este libro de Rafael Courtoisie.
Cada uno de estos poemas traen lo común, lo habitual, lo familiar, para desrealizarlo suave y radicalmente, para que lo leamos como quien debe aprender a mirar y a entender de nuevo, como quien aprende un idioma de las palabras y de la percepción enrollados el uno sobre la otra y viceversa. Es decir, como si las cosas que nos hace ver hubieran sido invisibles para nosotros, ciegos al fin. Inacabado y enriquecido radicalmente el sentido, este “manual” ofrece su corte y expansión apelando a un devenir metafórico de brillante imaginación y de vocación mítica –busca convertirse en el relato que no se cuenta–, para no cerrarse de ninguna manera, dejando al descubierto las dimensiones de una escritura que es mucho más revelación de lo otro vedado que expresión y confesionalidad. Se trata de una poesía de anhelo cognitivo, en pos de la videncia y de otras huellas del conocimiento que parece perdido. Por ejemplo, en el poema “Ordenando frascos en la cocina” ese frasco crece en metaforicidad y evocación, saltándose su objetualidad más llana y esperable, aunque lo doméstico permanezca allí, incorruptible, patente y potente, pero de otra manera:
El de sal encierra la mitad del mar
la parte seca, el recuerdo de la sopa
de la abuela, una pizca sobre las claras
hace que se muestren más sólidas
y enhiestas al batirlas, unos gramos de más
cada día abonan
la hemorragia cerebral:
cuida que no se ahogue en sangre
la voz de tus recuerdos.
Se sabe que toda poesía que se precie apunta sobre su propia elaboración, no como un recurso ornamental sino porque no hay más remedio que mostrar el hueco de lo real por el lenguaje y emprender el riesgo de una palabra herida. Eso es lo que ocurre en el trayecto de la obra de Courtoisie; no obstante debe subrayarse que alcanza el clímax en el presente volumen: una meseta de conciencia creativa y riesgo, de equilibrio y tensión, de lirismo y distancia, de protagonismo del lenguaje como problema y de pregunta por las cosas. De ahí la punzante exactitud del poema XXII de “Desescritura”, en que “La parte oscura del lenguaje/ ilumina/ la cara oculta de la vida. /Alumbra al callar”. Toda esta segunda sección del libro es una dramática de esa falta y de esa aventura tras alguna forma de epifanía.
En suma, esta poesía de lo mínimo que no es minimalista, pues se muestra expansiva en su rodeo de la cosa que se da y se esfuma a un tiempo; que es cognitiva, pero a partir de una intelección “sensualizada”, por así decirlo; que presta un sabor material a las cosas y a las historias contenidas o insinuadas, también señala, por momentos, zonas sombrías de un yo que se escurre y se manifiesta en el medio de esta luz obtenida gracias al acto de escribirla. En el muy buen prólogo, Mario Pera afirma, con acierto, que en este poemario Courtoisie crea “escenas descritas con delicadeza de orfebre, por ejemplo, cómo hacer desaparecer una mancha, cómo llamar la atención de una mujer, cómo ordenar los frascos de la cocina o reparar un muro o realizar labores de jardinería”.
La mirada de Rafael Courtoisie desconecta el mundo de sus evidencias: es obra de un ojo desestructurador de lo que el lenguaje cosifica. Por eso necesita de otro lenguaje. Así, es capaz de re-visar la escenografía doméstica con una poesía que revive la potencia tantas veces olvidada de la palabra, contra el escamoteo y las fosilizaciones de lo común. La suya es una persecución serena, lúcida e inquietante, que a veces nos devuelve lo siniestro y eso que Rilke pensaba como lo terrible que todavía podemos soportar: la belleza de lo poético a través de la búsqueda del nombre secreto que todo objeto tiene, según leemos en uno de sus poemas –búsquelo el lector–, de la segunda parte de este libro de alturas.