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1924 - Carta de Daniel Granada a Enrique Amorim
c 1901 - Carta de Daniel Granada a Wáshington Bermúdez
Lima, Marzo 8 de 1889.
S. Dn. Daniel Granada.
Montevideo.
Mi estimable Señor:
Con su atenta del 5 de febrero he recibido su precioso libro Vocabulario platense [sic]. Aficionado, como soy, a estudios lingüísticos, más que leído he devorado su interesante trabajo. Y tan útil me ha parecido como libro de consulta, que el ejemplar que ha tenido Ud. la amabilidad de dedicarme lo he cedido a la Biblioteca Nacional de la que soy Director. Esto adivinará Vd. que, en buen romance quiere decir que necesito de otro ejemplar para mi modesta librería individual.
Ha hecho Ud. un concienzudo inventario de provincialismos propios de las repúblicas del Plata. Nosotros usamos en la misma acepción que Ustedes las voces amadrinar, arrope, bagre, balsa, baqueano, bocado, bombacho (y no bombacha), bonaerense, bosta, carbonada, carona, cimarrón, cobijas, conchabar, curaca, chacra, chala, chamuchina, chicote, chango, chata, chicharrón, china, choclo, chusma, chúcaro, churrasco, empacar, galpón, garúa, gringo, guacho, guascar (sic), guayacán, humita, iguana, jagüey, jerga, ladino, llapa, madrina, mama y mamita, mandinga por el Diablo, mandioca. manea, maturrango, matrero, mojinete, molle, morocho, mote, nutria, ñato, pajonal, papa y papá, patacón, pateador, pendón, peón, peonada, pericote, picana, piola, pique, pitar y pitada, porongo, poncho, potrero, puna, pulpería, rancho y ranchería, rebencazo y rebenque, repunte (de río), retaco y no retacón, retobar, sancocho por sancochado, sobrecincha, soroche, tamal, tembladera (en la acepción que da U. a tembladeral), totora y totoral, turbonada [,] velorio, vizcacha, yuyo (si bien nunca lo usamos en singular) [,] zanjón y zapallo [.]. Nosotros llamamos cachimba a lo que Ustedes cachimbo. La voz cachimbo la hemos inventado los politiqueros peruanos para bautizar con ese nombre a los soldados de la guardia nacional ó cívica.
Muchas de las voces que apuntadas dejo figuran en la última edición del Diccionario. Yo mandé a la Academia (de que soy correspondiente desde hace doce años) más de cuatrocientas papeletas y de ellas aceptó la Corporación cerca de trescientos peruanismos, o mejor dicho americanismos; pues hay palabras que en idéntico sentido se usan en todas nuestras repúblicas. Estoy seguro de que la Real Academia Española tomará en seria consideración el libro de Ud., que tan provechosamente vá a servir en la filología castellana.
La Academia peruana, correspondiente de la Española, consta de doce miembros. Se instaló el 30 de Agosto de 1887 y celebra una sesión mensual, precisamente en uno de los salones de la Biblioteca. Dentro de diez días tendremos sesión y mis compañeros hojearán el libro de Ud. Nos ocupamos en discutir las papeletas que se presentan para, en su oportunidad, enviarlas a la Academia madre.
Tengo la convicción de que, en breve, podré dar a Ud. el fraternal dictado de Compañero. La Academia de Madrid tiene que acordar a U. la misma distinción que a Magariños y a Zorrilla de San Martin.
No concluiré sin agradecer la página 245 en, que con muy graciosa y espiritual fabla, trae a colación mi nombre.
Tráteme U. con la llaneza con que yo lo hago desde esta mi primera carta. Las fórmulas de etiqueta epistolar se me estomagan.
Créame muy suyo sincero apreciador y amigo.
Ricardo Palma.
Salude en mi nombre a Magariños Cervantes y a Zorrilla. El prólogo del primero es digno del cantor de Palmas y Ombúes. Felicítelo de mi parte.
Tomado de: López Morales, Humberto, 1992: “Cartas inéditas de Ricardo Palma a Daniel Granada. Para la historia de las Academias”. Revista de Filología Española, 72/3-4: 719-20.
De: Daniel Granada
A: Marcelino Menéndez Pelayo
Fecha: 1889 feb-4
Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra/carta-de-daniel-granada-a-marcelino-menendez-pelayo-montevideo-4-febrero-1889-810366/
Montevideo, 4 febrero 1889
Muy señor mío: Ofrezco y envío á V. un modesto trabajo intitulado Vocabulario Rioplatense Razonado, esperando de su bondad disculpe mi atrevimiento. No lo tengo para pretender que V. se tome la molestia de dirigirme las advertencias que le sugiera el Vocabulario, caso de que se digne pasar la vista por él; pero sí, movido de su benevolencia, me dispensase V. ese favor y honra, empeñaría V. mi gratitud á su persona, de quien soy, en la ciudad del Salto de la República Oriental del Uruguay, donde resido, obsecuente servidor, Q.B.S.M.
Daniel Granada
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De: Daniel Granada
A: Marcelino Menéndez Pelayo
Fecha: 1897 ag-22
Tomado de: Epistolario de Marcelino Menéndez Pelayo. (1868 - 1912). Volumen 14 (1896 - 1898), carta nº 330. Fundación Universitaria Española (1982 - 1991).
Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/carta-de-daniel-granada-a-marcelino-menendez-pelayo-salto-uruguay-22-agosto-1897-820596/html/
Salto (Rep. del Uruguay), 22 agosto 1897
Muy señor mío de todo mi respeto: á principios de marzo último tuve el gusto de enviar á Vd., dedicado, un ejemplar de un nuevo trabajo mío Supersticiones del Río de la Plata.
Sospechando que en el correo de Montevideo me hayan sustraído una parte considerable de la correspondencia que ha debido venirme de Europa, he juzgado oportuno manifestarselo á Vd., por si Vd. se hubiese dignado favorecerme con alguna carta sobre el envío de dicha obra, y esa carta hubiese corrido la misma suerte de otras que legítimamente esperaba.
La benevolencia con que Vd. se sirvió acoger la 1.ª ed. de mi Vocabulario, honrándome con una carta que conservo con estimación y entre los más gratos recuerdos (respecto de la 2.ª ed. no recibí carta alguna de Vd.), me animó ahora á ofrecer á Vd. la susodicha «Reseña de Supersticiones», por lo mucho que me interesaría y ambiciono el autorizado parecer de Vd.
Entre las muchas personas residentes en Madrid á quienes envié la Reseña, sólo de tres he tenido la satisfacción de recibir una respuesta, figurando en ese número la ilustre víctima del anarquismo Sr. Cánovas del Castillo, gloria de la raza latina y mártir de la civilización, que ha puesto de luto á la humanidad entera. Me contestó asimismo el Sr. D. Miguel Colmeiro, y el Sr. D. Melchor de Paláu me envió una colección de composiciones poéticas. De los demás, incluso de las Academias Españolas y de la Historia (á las que ofrecí varios ejemplares por intermedio del Sr. Ministro de España en Montevideo D. Ramiro Gil de Uribarri), no he recibido carta ni comunicación alguna.
De la magnanimidad de Vd., como sabio y hombre superior, espero que perdonará la libertad que me tomo de molestar su atención, persuadido de la alta estimación y respeto con que en mi humilde esfera me ofrezco de Vd. obsecuente servidor y amigo, q.b.s.m.
Daniel Granada
Hispanoamericanos - Menéndez Pelayo, p. 285-286.
De: Juan Valera
A: Daniel Granada
1889 - 1890.
Correspondencia Incluidacomo jucio crítico en la segunda edición del VRP (1890) y publicada en Juan Valera, 1890: Nuevas cartas americanas. Madrid, Librería de Fernando Fé.
I
Muy señor mío: Con mucho placer he recibido y leído la interesante obra de usted cuyo título va por epígrafe, y que acaba de publicarse en Montevideo.
Me parece que a usted le sucede lo mismo que a mí en lo tocante a pronosticar sobre el porvenir de la lengua castellana en esas regiones. No vemos sino allá, dentro de muchos siglos, la posibilidad de que se olvide o se pierda por ahí dicha lengua, y salgan ustedes hablando italiano, francés o algún idioma nuevo, mezcla de todos.
Es verdad que el territorio rioplatense es inmenso y poco poblado aún. Sólo la República Argentina comprende cerca de tres millones de kilómetros cuadrados: mayor extensión que Francia, Alemania, Inglaterra y España juntas. Y si añadimos las tierras del Uruguay y del Paraguay, la grandeza territorial de lo que llamamos país rioplatense se presta a contener y a alimentar en lo futuro centenares de millones de seres humanos. A fin de que tanta tierra sea poblada y cultivada, la inmigración entra ya y seguirá entrando por mucho. Cada año va la inmigración en aumento.
Según los datos que me da Ernesto Van Bruyssel (La Republique Argentine), en 1880 sólo a Buenos Aires llegaron cerca de 70.000 inmigrantes, y en 1887 más de 120.000. Si así continúa creciendo la inmigración, donde predomina el elemento italiano, tal vez dentro de diez o doce años haya más gentes venidas de Italia que de origen español, desde las fronteras de Bolivia hasta el extremo austral de la Patagonia, y desde Buenos Aires y Montevideo hasta más allá de Mendoza.
En los quince años que van desde 1855 a 1870 ha entrado en la República Argentina un millón de emigrados. Bien podemos, pues, calcular, no haciendo sino duplicar el número en los años que quedan de siglo, que al empezar el siglo XX habrá en la República Argentina cinco millones más de población no criolla, o venida de fuera, y principalmente de Italia. Yo entiendo, con todo, que en el pueblo argentino hay fuerza informante para poner el sello de su propia nacionalidad a esta invasión pacífica y provechosa, y que en 1900, lo mismo que en 1889, habrá allí una nación de carácter español y de lengua castellana, sólo que ahora consta esta nación de cuatro o cinco millones de individuos y en 1900 acaso conste de 18 o de 20 millones.
El aumento de la población se infiere del aumento de la riqueza que la inmigración trae consigo. En veinte años, de 1800 a 1880, la renta del Estado argentino se ha quintuplicado. De nueve millones de duros ha subido a más de cuarenta y cinco. Durando la paz, con suponer igual aumento proporcional en otros veinte años, no es aventurado predecir que el presupuesto de ingresos de la República Argentina podrá ser, a principios del siglo XX, y sin recargar las contribuciones y sin aumentarlas, de más de doscientos millones de duros.
Todo induce a presumir, que si no sobrevienen imprevistas perturbaciones, la principal Confederación del Río de la Plata, será en el siglo XX una potencia tan fuerte y rica como lo es ahora la república norte-americana de origen británico. Las huellas de este origen no se han borrado de entre los yankees. Natural es que no se borren tampoco entre los argentinos y uruguayos las huellas de su origen español.
La lengua es el signo característico que tardará más en perderse. La lengua además no es lazo sólo que une entre sí a los argentinos, sino vínculo superior que no puede menos de estrechar y ligar en fraternal concierto a dicha república — con muchas otras, todas, digámoslo así, oriundas de España, y que se extienden por las tres Américas, desde más allá de la Sierra Verde y del Río Bravo del Norte hasta la Tierra del Fuego.
Las cuestiones de Gramática y de Diccionario, de unión de Academias de la lengua, de literatura española e hispano-americana, de versos y de novelas, escritos y publicados en español en ese Nuevo-Mundo, no son meramente literarias, críticas o filológicas: tienen mucho más alcance, aunque uno no se le quiera dar.
No me parece que divago al decir lo que va dicho, con ocasión del excelente aunque modesto trabajo de usted que, si bien es meramente filológico, tiene mayor trascendencia.
Nuestro Diccionario de la lengua castellana no es sólo el inventario de los vocablos que se emplean en Castilla, sino de los vocablos que se emplean en todo país culto donde se sigue ha blando en castellano, donde el idioma oficial es nuestro idioma. Será provincialismo o americanismo el vocablo que se emplee sólo en una provincia y que tenga a menudo su equivalente en otras; pero el vocablo que no tiene equivalente y que se emplea en más de una provincia o en más de una república o en regiones muy dilatadas, y más aun cuando designa un objeto natural, que acaso tiene su nombre científico, pero que no tiene otro nombre común o vulgar, este vocablo, digo, siendo muy usual y corriente, es tan legítimo como el más antiguo y castizo, y debe ser incluido y definido en el Diccionario de la lengua castellana. La Academia Española no puede menos de incluirle en su Diccionario.
Así como nosotros, los peninsulares europeos, hemos impuesto a los hispano-americanos un caudal de voces, que provienen del latín, del teutón, del griego, del árabe y del vascuence, los americanos nos imponen otras voces que provienen de idiomas del Nuevo Mundo y que designan, casi siempre, cosas de por ahí.
Es curiosísimo el catálogo razonado que ha hecho usted de estas voces (de las usadas en la región rioplatense) y las definiciones y explicaciones que da sobre cada una de ellas. Sin duda, su libro de usted será documento justificativo de que los individuos de la Academia Española tengan que valerse y se valgan para aumentar su obra léxica en la edición decimotercera.
Casi todos los vocablos que usted pone y explica en su libro, o no están incluidos en nuestro Diccionario o están mal o insuficientemente definidos en él. Y sin embargo, no pocos de estos vocablos, a más de estar en poesías, en novelas, en relaciones de viajes y en otras obras en idioma castellano posteriores a la independencia, es casi seguro que se hallan en libros o documentos españoles de antes de la independencia, escritos por los viajeros, misioneros, sabios y de más exploradores de esos países, que dieron a conocer en Europa su flora y su fauna.
En los tiempos novísimos han estudiado y descrito la naturaleza de la América del Sur Humboldt, Burmeister, Orbigny, Darwin, Martius y otros extranjeros; pero nuestros compatriotas se les adelantaron en todo, como lo demuestran los trabajos y publicaciones de Montenegro, Acosta, los padres Lozano, Cobo, Gumilla y Molina, Mutis, Oviedo, Azara, Pavón, Ruiz y otros cien, de que trae catálogo el Sr. Menéndez Pelayo en su Ciencia española.
Los nombres, pues, que se dan ahí vulgarmente a plantas y árboles, aves, cuadrúpedos, peces, insectos y reptiles, no están fuera de nuestra lengua común española, por más que aparezcan y suenen, en nuestros oídos, como peregrinos e inusitados.
Tal vez deban incluirse en nuestro Diccionario, si no lo están ya, y creo que no lo están, las más de las voces que usted define, como las siguientes:
Nombres de, árboles, plantas y hierbas.- Aguaraibá, alpamato, arazá, biraró, burucuyá, caá, camalote, caraguatá, curí, chalchal, chañar, chilca, gegen, guayabira, guayacán, gembé, ibaró, isipó, lapacho, molle, ñandubay, ñapindá, ombú, pitanga, sarandí, sebil, tacuara, taruma, tataré, timbó, tipa, totora, urunday, yatay y yuyo.
Peces.- Bagre, manduví, manguruyú, pacú, patí y zurubí.
Aves.- Biguá, caburé, chingolo, macá, macaguá, ñacurutú, ñandú, urú, urutao y yacú.
Cuadrúpedos.- Aguará, bagual, cuatí, guazubirá, puma, tamanduá, tucutuco y tatú en vez de tato.
Insectos, reptiles, etc.- Alua, camoatí, manganga, tambeyuá, tuco, yaguarú y yarará. Me dice usted en la amable dedicatoria con que me envía su libro, que, «caso de que me digne pasar la vista por él, me agradecerá mis advertencias.»
Yo me prevalgo de este ruego para hacer algunas.
Aunque usted describe bien los objetos naturales que sus vocablos designan, echo yo de menos, para mayor claridad y universal inteligencia del objeto, el nombre científico con que los naturalistas le marcan y señalan, y la familia en que le clasifican. Válganme algunos ejemplos. Empecemos por la voz caá. Usted, hablando con franqueza, no nos declara lo que significa en guaraní, y es menester inferirlo por conjeturas, y comparando lo que usted dice con lo que dice D. Miguel Colmeiro en su Diccionario de los diversos nombres vulgares de muchas plantas usuales o notables del antiguo y nuevo mundo. Caá, con evidencia, ha de significar en guaraní planta, yerba, árbol: lo vegetal de modo genérico, y no sólo mate, como usted afirma. Supongamos, no obstante, que caá significa mate. Sin haber oído hablar jamás a los guaraníes y sin saber palabra de su idioma, cualquiera adivina el valor de ciertos adjetivos que entran a cada instante en composición de nombres; v. gr. merí, pequeño, y guazú, grande. Así vemos claro que caamerí y caaguazú, y caaquí y caaminí, todo es mate, según sean las hojas de que se compone grandes o pequeñas, tiernas o más ricas y jugosas.
Hasta aquí todo va bien, y caá y mate pueden ser lo mismo; pero cuando nos define usted caapau, bosquecillo, conjunto de árboles aislado, vemos claro que pau ha de significar conjunto o montón, y caá árbol, arbusto, planta, yerba, mata y no mate, a no ser por excelencia, como también llaman al mate yerba por excelencia.
El Sr. Colmeiro trae en su Diccionario todos estos compuestos de caá: caataya, caamerí, caapiá, caapeba, caapin, caatiguá y caavurana; y como con tales nombres se designan plantas gramíneas, meliáceas, ciperáceas, hipericineas y de otras cuantas y diversas familias, queda más demostrada la vaga generalidad del significado de la palabra caá.
Guayacán. El Diccionario de la Academia Española trae también esta palabra; pero ¿el guayacán que describe es el mismo que describe usted? Yo creo que no. Usted nos describe el guayacán del Chaco y del Paraguay; la Academia el de las Antillas, y como Colmeiro me da diez especies de guayacanes o guayacos, no sé con cuál quedarme. El guayacán ya es diospyros lotus, ya guayacum sanctum, ya guayacum officinale, ya porliera higrometrica, y ora pertenece a la familia de las leguminosas, ora a la de las ebenáceas, ora a otra familia.
Arazá. No está en el Diccionario de la Academia. Colmeiro la trae, y pone, como usted, dos clases: el arazá arbóreo y el rastrero. Convendría, con todo, que dijese usted, como dice Colmeiro, que ambas clases pertenecen a la familia de las mirtáceas.
Bastan los ejemplos aducidos, que para no cansar no aumento, a fin de comprender la conveniencia de determinar mejor los objetos que se describen. Diré ahora otro requisito que echo de menos en su libro de usted. Echo de menos las autoridades. Me explicaré.
Nada hay más borroso o inseguro que los límites entre lo vulgar y lo técnico o científico de las palabras. Cada día, a compás que se difunde la cultura, entran en el uso familiar, general y diario, centenares de vocablos que antes empleaban sólo los sabios, los peritos o los maestros en los oficios, ciencias y artes a que los vocablos pertenecen. De aquí que todo Diccionario de la lengua de cualquier pueblo civilizado, sin ser y sin pretender ser enciclopédico, vaya incluyendo en su caudal mayor número de palabras técnicas, sabias o como quieran llamarse. Pero aun así, importa poner un límite a esto, aunque el límite sea vago y no muy determinado.
Dos indicios nos pueden servir de guía. Por muy patrióticos que seamos, no es dable que nos figuremos que somos un pueblo más docto, en este siglo, que el pueblo inglés o el francés. Nuestro Diccionario de la lengua vulgar, no debe, pues, sin presumida soberbia, incluir más palabras técnicas que los Diccionarios de Webster y de Littré, pongo por caso.
El otro indicio es más seguro. Consiste en citar uno o más textos, en que esté empleado el vocablo, que se quiere incluir en el Diccionario, por autores discretos y juiciosos, que no escriban obra didáctica. En virtud de estos textos es lícito inferir que es de uso corriente el nuevo vocablo y debe añadirse al inventario de la riqueza léxica del idioma.
Convengo en que a veces es de tal evidencia el uso frecuente de un vocablo que la autoridad o el texto puede suprimirse. Así por ejemplo, ombú. El Diccionario de la Academia no trae ombú, y, sin embargo, apenas hay cuento ni poesía, ni escrito argentino de otra clase, donde no se mienten los ombúes.
Es voz tan común por ahí como en esta Península álamo o encina.
En ocasiones cita usted los textos, y así de muestra la necesidad de la introducción de la palabra en nuestro vulgar Diccionario. Sirva de ejemplo la voz chaco, montería de cierto género que dio nombre propio a la gran llanura que se extiende desde la cordillera de Tucumán hasta las márgenes del Río de la Plata. La voz chaco está empleada por el padre Lozano, Historia de la conquista del Paraguay, etc., y por Argote de Molina en su Discurso sobre el libro de montería del rey D. Alonso.
Con frecuencia falta texto autorizado que pruebe el empleo vulgar de la palabra, y, cuando haga usted nueva edición de su libro, conviene que le añada. El vocabulario ganaría mucho con esto; y esto ha de ser muy fácil para usted. Si usted no siempre lo ha hecho, es porque pensó sólo en sus paisanos uruguayos y argentinos al escribir su obra, y no en los demás pueblos de lengua española, donde vocablos comunísimos ahí tienen que aparecer exóticos.
Su vocabulario de usted es además poco copioso e importa aumentarle. El número de palabras que faltan no debe ser corto, cuando yo, que conozco tan poco de la literatura de ese país, puedo citar palabras que en su vocabulario de usted no están incluidas. Así por ejemplo, seibo. Rafael obligado, en tina de sus más lindas composiciones, En la ribera, del Paraná se entiende, dice:
El año que tú faltas,
la flor de sus seibos,
como cansada de esperar tus sienes,
cuelga sus ramos de carmín marchitos.
¿Será el seibo el árbol que llaman del Paraíso en Andalucía? ¿Quién sabe? Colmeiro no trae seibo, a no ser seibo lo mismo que ceibo o ceiba, que está en Colmeiro y en el Diccionario vulgar. Otras veces, si bien usted define y aun cita textos, encuentro yo deficiente la definición.
No basta decir que camalote es «cierta planta acuática». Convendría saber algo más del camalote en esta primera acepción. ¿De qué color, de qué tamaño, de qué forma son sus flores? Sobre la otra acepción de camalote trae usted textos curiosísimos, que la explican bien. Es un conjunto de plantas del mismo nombre y de otras plantas, que forman como isla o matorral, que flota y navega, y que suele ser tan grande, que asegura el Padre José de Parras que en su centro se ocultan con facilidad los indios con sus canoas, «y como pueden muy bien dar el rumbo a toda aquella armazón hacia los barcos, con poca diligencia suelen llegar a ellos, y estando inmediatos, se enderezan, arman gritería, y como logren alguna turbación en los españoles, ya los vencieron.»
En Colmeiro no hay camalote pero hay camelote, dando a la planta el nombre que se da a la tela. ¿Será este camelote de Colmeiro el camalote de usted?
Su libro de usted me sugiere no pocas observaciones más, algunas de las cuales no quiero dejar de hacer, pero, por ser ya muy extensa esta carta, las dejo para otra.
De Vd. seguro servidor
Juan Valera
II
Muy señor mío: Es en verdad muy curioso que entre las palabras que usted incluye y define en su Vocabulario haya bastantes que nos parezcan peregrinas, no porque no sean castellanas, sino porque han caído en desuso o se derivan de otras que han caído en desuso en España. Así, por ejemplo, bosta, estiércol del ganado vacuno y caballar. En el Diccionario de la Academia no hay bosta, pero sí bostar, sustantivo anticuado, que significa establo para bueyes. Es término de la baja latinidad bostarium, y viene de bos y de stare.
Lo general, con todo, es que cada uno de los vocablos rioplatenses, que usted pone en su libro, provenga de alguna de las dos principales lenguas que se hablaban en esa vasta región cuando el descubrimiento y la conquista: la guaraní y la quichua. Las lenguas americanas son aglutinantes y se prestan a crear vocablos compuestos, que son como abreviada descripción del objeto que significan. De la lengua guaraní provienen la mayor parte de las voces que usted define; pero no son de aquellas voces que se usan en el Paraguay, donde se habla puro guaraní, ni de las empleadas en Corrientes y Misiones, donde se habla el guaraní mezclado con el castellano, sino de las que, según dice usted en su Prólogo, «el uso antiguo y constan te ha incorporado a la lengua castellana en las Repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay.» Las voces son, pues, castellanas, aunque en la lengua guaraní haya de buscarse su origen etimológico.
Gloria grandísima ha sido de los misioneros españoles, no sólo el llevar a América plantas y animales útiles, industria y cultura de Europa, sino el mirar con evangélica solicitud por el bien de las tribus indígenas, cristianizándolas, difundiendo entre ellas la civilización del mundo antiguo y trasmitiendo a éste el conocimiento de aquellas rudimentarias o decaídas civilizaciones, sus ideas religiosas, sus tradiciones y sus idiomas.
Es lástima que este trabajo de los misioneros, sobre todo en lo tocante a gramáticas y diccionarios de idiomas de América, no sea tan generalmente apreciado como debiera por la escasez de ediciones de sus libros, que van siendo muy raros. El Tesoro, no obstante, de la lengua guaraní, arte y vocabulario del padre Antonio Ruiz de Montoya, de la compañía de Jesús, impreso en 1640, debe de haberse reimpreso últimamente en Leipzig.
Usted, sin duda, se vale para su trabajo de esta obra del mencionado jesuita, cuyo mérito pondera como merece Emilio Daireaux en su excelente libro, aunque a veces injustamente contrario a España, sobre Buenos Aires, La Pampa y la Patagonia.
El guaraní, cuando llegaron a la América del Sur los españoles, era lengua tan difundida, que la llamaban general: la hablaban más de 400 tribus, en el Paraguay, en el Brasil, en el Uruguay y en el Norte de la República Argentina. Las conquistas de los Incas, que procuraban imponer la lengua quichua a los vencidos, no lograron introducir muchos de sus vocablos ni en lengua guaraní, ni en la lengua de los araucanos.
La lengua guaraní es aun la que más se habla en el territorio rioplatense, y sobre todo en el Paraguay y en Corrientes, y aunque destinada a morir, la que dejará más elementos léxicos al castellano. De la lengua guaraní, añade usted, proceden la mayor parte de las voces que el Vocabulario contiene.
En cada página, no obstante, hallo en el Vocabulario de usted voces que proceden de otros idiomas, o cuya etimología no determina usted con fijeza. Así, machí, curandero mágico, y gualicho, diablo, del araucano; catinga, mal olor de la transpiración de los negros, y mandinga, hechicería, palabras casi de seguro de procedencia africana; y otras palabras, muy empleadas por autores antiguos y modernos, cuya etimología se nos queda por averiguar. Sean ejemplo baquia y baquiano o baqueano, que emplean el padre Parras, Azara y Vargas Machuca; chacra, granja o cortijo que está en Azara y en el Diccionario de la Academia; champán, barca gran de para navegar por los ríos; chiripá, pedazo de tela que se enreda a los muslos en vez de pantalones; chumbé, especie de faja; galpón, especie de cobertizo; y hasta la misma comunísima palabra gaucho, de la que nos deja usted sin etimología.
En suma, si bien la obra de usted deja mucho que desear, es altamente meritoria, como primer ensayo, y muy digna de las discretas y autorizadas alabanzas que le tributa en la introducción crítica el Sr. D. Alejandro Magariños Cervantes, literato y poeta, tan conocido y estimado en España, donde residió largo tiempo.
Algunos artículos de su Vocabulario de usted, a más de enseñar siempre, son amenos y divertidos.
Al leer, verbigracia, lo que nos dice usted de los ayacuáes no puede uno menos de pensar en los microbios, ahora en moda. Esos indios habían adivinado los microbios antes de que el Sr. Pasteur los descubriera y estudiara tanto. Cada ayacuá es un microbio, pero antropomórfico, y armado de arcos y de flechas, con las cuales, o sí no, con los dientes y con las uñas, produce las enfermedades y dolores humanos.
En ocasiones, por amor a lo americano indígena, me parece que se encumbra usted demasiado y tal vez exagera. Noto esto en lo que dice usted sobre la palabra Tupá, nombre de Dios entre los guaraníes. Es evidente que a ser la etimología según usted asegura, ese nombre de Dios está lleno de cierta instintiva sabiduría. Tu es el signo de admiración, y pa el signo de interrogación: son dos interjecciones. Dios es, por consiguiente, para el guaraní, un ser a quien admira y no conoce, alguien cuya existencia, inmenso poder y admirables obras declara sin saber quién sea. Pero esta vaga y confusa noción de Dios, ¿puede y debe equipararse como usted la equipara, a la noción que da la frase bíblica, yo soy el que soy? En mi sentir, no. El padre jesuita Díaz Taño, citado por usted, se excedió algo de lo justo si sostuvo que los guaraníes designaban por Tupá al criador, señor, principio, origen y causa de todas las cosas.
La razón, el natural discurso y hasta los restos o vestigios de una revelación primitiva no bastan a explicar la persistencia del concepto de un Dios único, con sus más esenciales atributos, entre gentes bárbaras o salvajes. Este concepto no puede menos, aunque existiese con pureza en edad remota, de haberse viciado, desfigurado y corrompido con el andar del tiempo, y en un estado social de gran atraso o decadencia. Por eso no creo yo, o pongo muy en cuarentena, todas las teologías sublimes que tratan de sacarse, por análisis, de los nombres que dan a Dios muchos pueblos bárbaros o completamente selváticos.
Los jesuitas, no sólo por ahí, sino en otros varios países, han sido acusados de aceptar el nombre dado por los paganos e idólatras a su principal divinidad y de convertirle en el nombre del Dios verdadero. Yo, hasta donde me sea lícito intervenir retrospectivamente en esta disputa, lego y profano como soy, hallo que los jesuitas hacían bien; mas no porque el concepto que la palabra Tupá despertaba en un guaraní fuese adecuado al concepto del verdadero Dios, sino porque la palabra Tupá y el concepto que designaba eran lo que menos distaba entre ellos del nombre y concepto de Dios entre cristianos. La idea representada por la voz Tupá era como bosquejo informe de la idea que tiene o debe tener el cristiano del Ser Divino.
Me parece, como a usted, que el obispo don Fray Bernardino de Cárdenas anduvo harto apasionado e injusto al promover acusaciones y persecuciones contra los jesuitas porque llamaban a Dios Tupá. Es indudable que éste era el mejor modo que había en guaraní de llamarle. Más difícil sería de justificar a los Padres que en Clima, pongo por caso, tomaron los nombres de Li, Tai Kie y Xang Ti, para designar a nuestro Dios, porque estos nombres no eran de significación candorosa, vaga y confusa, para nombrar cierto ser poderoso e incógnito, sino términos de reflexiva y bien estudiada filosofía, la cual los define y les da el sentido determina do y claro de un panteísmo casi ateo. El Li es la materia prima, la sustancia única, y el Tai Kie la fuerza inherente en la materia, que la transforma de mil modos y produce vida y muerte, y da origen a todo el proceso de los seres con su variedad infinita. Bien dilucida esto el padre Fray Domingo Fernández Navarrete en el Tratado V de los que compuso sobre China, donde expone con profunda claridad las doctrinas de la secta literaria del Celeste Imperio.
Los citados nombres chinos no podían emplearse o al menos era inconveniente y ocasionado a grandes errores el emplearlos para nombrar a Dios, por lo mismo que los sabios chinos, ateos o monistas, como se dice ahora, habían explicado bien su sentido. Mas por idéntica razón, a mi ver, no hay irreverencia, ni ocasión de error, en llamar a Dios Tupá, cuando se habla en guaraní y a los guaraníes. Lo indeterminado, vacío y confuso del concepto que encierra el vocablo Tupá permite que el catequista o misionero le determine, le llene y le aclare, con arreglo a la sana doctrina.
Lo que yo censuro pues, aunque blandamente, es que usted se deje llevar del afecto al idioma que hablan ahí los indígenas, hasta el extremo de querer desentrañar, del seno de los vocablos, filosofías y sutilezas que, antes de la llegada de los europeos, no podían estar en la mente de los salvajes.
Confieso, no obstante, que este arte, empleado por muchos, para sacar metafísicas y otras prodigios y refinamientos intelectuales de palabras y frases de idiomas primitivos, me divierte, aunque no me convence. Los pueblos arios, ¿quién ha de negar, pues dominan aún el mundo y extienden por él su superior civilización, que desde el principio, allá en su estado primitivo, eran muy inteligentes? Y sin embargo, ¿qué metafísica ocultaba ninguno de los nombres con que significaban la divinidad? Deva, Asura, Boga, Nara, Maniu, no esconden ninguna metafísica en sus letras. La metafísica vino después, por la reflexión, y ya entonces el vocablo evocó o pudo evocar todos los conceptos con que la metafísica había enriquecido su significado.
Como yo entiendo así las cosas, no creo en las resultas, pero me hacen muchísima gracia los esfuerzos de imaginación con que, triturando, exprimiendo y poniendo en prensa palabras, sacan algunos lingüistas chorros, ríos de ciencia de cada sílaba, de cada letra y aun de cada tilde. Nadie vence en esta habilidad a los vascófilos, entre quienes descuella Erro, y aun debiera descollar y ser más famoso mi discreto, inaudito o ingeniosísimo amigo D. Joaquín de Irizar y Moya, cuyos libros hicieron siempre mi delicia.
Últimamente he visto algunas de las obras de un príncipe o maginóo tagalo llamado Paterno, el cual, con no inferior saber y con igual riqueza de fantasía que mi amigo Irizar, halla y revela portentos en la civilización antigua de la gente de su casta y saca de las letras del nombre de Dios en tagalo, Bathala, una teodicea exquisita como la de Leibnitz.
Usted no va, ni con mucho, tan lejos con su Tupá; pero en fin, usted se entusiasma un poco, dando motivo a esta disgresión mía, que no considero del todo impertinente.
Aplaudo, y si pudiera fomentaría, la propensión que hay en esas repúblicas y en el imperio del Brasil a estudiar con esmero, los usos, costumbres, historia, lenguaje y poesía de los indios, pero ni en verso ni en prosa está bien exagerar lo que valían por la cultura cuando llegaron los europeos. Fuera de los mexicanos, peruanos y chibchas, no había en América a fines del siglo XV sino tribus salvajes.
El gran poeta brasileño Gonzalves Días pinta a estas tribus del modo más novelesco e interesante, pero les deja su salvajismo y hace bien.
Dentro de este salvajismo caben perfectamente el denuedo en las lides, la fidelidad, la constancia y hasta la ternura amorosa y otras virtudes y excelencias. Lo que no cabe es cierto refinamiento en las ideas morales y religiosas, que harto generosamente se atribuye a los indios. Serían menester más pruebas, y no las hay o no han llegado a mi noticia, para reconocer esas prendas en los guaraníes. Sus cantares, pues se dice que los tienen, y aun que son muy poetas, debieran recogerse y coleccionarse antes que desaparezcan del todo.
En los araucanos, en cambio, lo que más se celebra es la oratoria. Como la lengua que hablan (de la que compuso excelente gramática el padre jesuita Andrés Febres), es, según afirman, bellísima lengua, y como ellos son muy parlamentarios, y se reúnen o se reunían en juntas o asambleas para deliberar sobre la política, tenían ocasión de pronunciar magníficos discursos llamados coyaptucan, donde dicen que hay gran riqueza de imágenes, apólogos y otros primores, todo sujeto a las más severas leyes de la buena retórica. Aún se conservan los nombres de algunos antiguos tribunos o famosos orado res, como Lautaro y Machimalongo, y fragmentos de discursos o discursos enteros de los que pronunciaron.
Como quiera que sea, no ha de faltarme día en que venga más a propósito hablar de todo esto, entrando de lleno en el asunto, y no por incidencia y de refilón, al encomiar como se merece el Vocabulario de usted, por cuyo envío le doy encarecidas gracias.
Soy de usted atento y s.s.
Juan Valera