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Coplario del Pago
Todo comenzó con don Atahualpa Yupanqui, que en ese entonces andaba apenas en los cimientos de lo que llegaría a ser más tarde en el mundo de la cultura popular rioplatense, por darle una delimitación que nos permita referirnos a él con mayor facilidad de comprensión, para quien se acerque a estos renglones. En ese entonces el autor de “Camino del Indio” era solamente un cantor que andaba con su guitarra por los pueblos y así llegó a nuestro Treinta y Tres un día, por los comienzos de los cuarenta. Hizo lo que hoy se llamaría un concierto en el Centro Progreso, desbordante de un público, que lo aplaudió calurosamente.
Comenzaba el verano y en la calle, contra el cordón, se habían colocado varias mesas en una de las cuales se encontraba el Presidente del Centro, que era entonces el Dr. José O. Percovich y no había podido asistir a la actuación por impedírselo sus tareas. Varios que salíamos con Yupanqui luego de su actuación le presentamos al Presidente, quien lo invitó a sentarse a su mesa y los más atrevidos de los presentantes nos extendimos la invitación y nos sentamos con ellos dos, rodeados de un grupo y escuchando todos un diálogo riquísimo entre ambos, que fue el inicio de una amistad que se prolongó en el tiempo y generó varios regresos de Yupanqui a Treinta y Tres, haciendo que la misma se extendiera hasta permitirnos decir que acabó haciéndolo un verdadero amigo de nuestro pueblo. Si estuviéramos en aquello de exigir pruebas por desconfianza de posibles vanidades lugareñas, bastaría decir que él llegó a ser visita bienvenida en uno de sus santuarios más preciados como era entonces la memorable Vaca Azul, donde demostró, posteriormente, haberse encontrado muy a gusto.
Pero en aquella oportunidad la tal amistad, naciente aunque ya con calideces pujantes, cuajó en un asado en la costa del Olimar, al cual Yupanqui, sensible escuchador de todas las tantas voces de la cultura popular, pidió que se invitara en el pueblo a quienes quisieran mostrar algo que fuera de alguna forma expresión de la misma y propia del pago, cantando, contando, haciendo hablar el instrumento que fuere. Y bajó de su barrio La Floresta, Aquino con su acordeón y cantó su célebre “El Doradillo Mentau”, al cual el homenajeado adjudicó origen entrerriano; silbó Wáshington Gadea y enredó en los árboles del monte vibrados y modulaciones de logro increíble, con el solo instrumento de sus labios; Ricardo, negro viejo de mota blanca, en un habla abozalada irrepetible contó un cuento de lobizones, según él tan verdadero como que el lobizón del caso fue un hermano menor suyo de muy desgraciado fin.
Como lobizón que era, se convertía en varios bichos aunque él prefería siempre volverse ternero, animalito que asusta poco, decía él, por lo que era lo que él quería ser cuando tenía que hacerse bicho. Pero ocurrió, para su desgracia, que un día lidiando con unos palos secos lo picó una araña y desde entonces, en el único bicho que pudo volverse fue en araña. Y ahí se arruinó todo, porque hasta él mismo se tenía asco cuando se volvía araña; entró a vivir mal, cada vez peor, siempre andaba alunado, no quería ni hablar con la gente hasta que todo terminó en desgracia mismo. Resulta que una noche, mejor dicho una madrugada el abuelo tuvo ganas, necesidad más bien, de hacer aguas y se levantó del catre para salir afuera.
De zuecos se levantó; unos zuecos carreros que él tenía porque hacía como tres días que no paraba de llover y todo era purito barro y ahí fue, justo en la puerta del rancho, que cuando él salía entraba mi hermano vuelto araña y le llegó el fin abajo de un zueco. No hubo carcajadas porque se respetó que Ricardo estaba conmovido por el triste fin de su hermano lobizón, pero con respeto y todo, alguna sonrisa y hasta cierta risa moderada pudieron verse. Luego intervinieron varios, recordando personajes populares y se volvió a la copla hasta que la rueda culminó con alguien que fuera muy popular cuando era niño.
- El Gordo Canto, dijo alguien, era loco por los napoleones, aquellos bizcochos de figura aproximadamente humana porque tenían sólo cabeza y piernas, todos de un color marrón fuerte dado con azúcar quemada. Y El Gordo Canto - Canto era su apellido - había inventado una copla para financiar su pasión:
“Me llamo Canto
por eso canto,
los napoleones
me gustan tanto.”
- ¿ No me das un vintén pa' napoleones?, terminaba.
Yupanqui escuchó con un gusto palpable todo lo que se le ofrecía y seguramente que no exageramos diciendo que quiso expresar su gratitud – feliz y cálida gratitud – por lo que se le brindaba.
Su guitarra estaba tendida, en el estuche abierto, a su lado y sobre el pasto de la pequeña barranca que había sido hasta entonces su asiento natural. Yupanqui la tomó, acarició el cordaje y arrancó con una baguala en la que reiteraba una copla, que nos estremeció a todos por la hondura de dolor y fuerte rebeldía que latían en la estrofa. Entonces comenzó a contarnos de la condición vital que tiene la copla para el coya; nombre que usaba él para referirse a los indígenas que pueblan todo el noroeste argentino.
- Está – nos dijo – el que pasa el año entero en el cerro, que es como ellos llaman a la montaña, solitario, trabajando la poquita tierra laborable, cuidando su majadita o su rebaño de cabras, en una soledad de horas cada día, armando su copla para bajar un vez al año, en los carnavales y cantarla en la euforia de la fiesta, templado el pecho al calor del vino. Y nos siguió narrando la historia de lo que sería luego un capítulo de su libro “Aires Indios”, con el título de “La Baguala Olvidada”, donde cuenta que encuentra en la alta noche carnavalera a un coya que en una carpa, con los brazos cruzados sobre la mesa y una voz balbuceante de vino, dice trabajosamente, entrecerrando los ojos, solamente dos versos de lo que seguramente era una copla cuyos dos últimos versos se los había borrado el vino.
“Por fuera nada parezco
por dentro tal vez que sí”.
Aunque trunca, podemos decir, realmente conmovedora.
De ahí en adelante la copla pasó a ser el centro de la conversación en la que, lógicamente, éramos más los que únicamente escuchábamos, ya que la misma comenzó a ser vista y comentada desde ángulos cada vez más ricos, más complejos, aunque curiosamente, sin perder la prosa en absoluto amenidad y vivo interés para todos. Porque si bien muchos no contábamos quizás con el nivel de saber suficiente para intervenir, tal vez por ser un tema de cultura popular en la cual aún vivíamos inmersos, hacía posible que todos pudiéramos comprender y evaluar con claro tino las afirmaciones que iban surgiendo, pautando cada una de ellas un creciente nivel de lo que se iba exponiendo. Al punto que apareció nada menos que don Antonio Machado en el caudal de la prosa y alguien lo citó, afirmando que lo hacía textualmente, diciendo que don Antonio, en carta a un amigo había escrito: “…mi próximo libro será, en gran parte, de coplas que no pretenden imitar la manera popular, inimitable e insuperable, aunque otra cosa piensen los maestros de la retórica…”.
- Esa cita, dijo otro, me recuerda haber leído, hace mucho y ni sé donde, una anécdota de de la cual él es protagonista que, sabrán ustedes disculparme, no puedo dejar de contárselas. Se sabe que don Antonio Machado además de ser el más grande poeta de nuestra lengua, era hombre de teatro, autor y coautor con su hermano Manuel de obras de éxito considerable; así fue que se embarcó en cierta oportunidad en una gira de “La Barraca” una compañía teatral ambulante que fundara y dirigiera, en épocas de la Segunda República Española, nada menos que Federico García Lorca. La gira comprendía ciudades, pueblos y hasta aldeas; aún aquellas lejanas, casi perdidas en remotos rincones, en cuyas noches a veces, solitaria, porfiaba por no apagarse la luz de la posada aguardando al viajero transido.
En una de esas estaba la gente de “La Barraca” una noche de aquella gira. En un salón con varias mesas, todas ocupadas de gente comiendo y charlando, mientras en un mostrador junto a la puerta que venía de la cocina, estaba un grupo de parroquianos, labriegos del lugar, que bebía sus tragos. De pronto uno de ellos toca en un hombro a quien tenía a su lado, retrocede un paso y arranca a cantar con toda su voz:
“¿Qué es amor?, me preguntaba
una niña. Contesté:
Verte una vez y pensar
haberte visto otra vez”.
Don Antonio, que era quien había escrito aquella copla y estaba entre los comensales, al oír el segundo verso ya había dejado la cuchara sobre el borde de su plato y al acabar el cantor entre aplausos y olés, se levantó, avanzó y se plantó frente al mismo. Lo miró fijamente a los ojos y le preguntó, con voz fuerte pero por algo no firme: - ¿Sabes tú de quién es esa copla?
El otro lo miró sorprendido, pero enseguida como con la duda del que escucha una pregunta extraña o sin sentido y hasta con una sonrisa de matiz burlón, le respondió: - ¿Cómo que de quién es la copla? Pues… ¿de quién ha de ser amigo?… pues…la copla no es de nadie, hombre.
Don Antonio giró sin decir nada y se sentó nuevamente, mirando´, callado, su plato. Seguramente pensando en la imposibilidad de encontrar una más rotunda evidencia de la genuina sustancia popular que, en la copla, es la palpitante carnadura de cada verso.
Eso podría afirmarse, agregó un tercero, que no es cuento; que ocurrió en la realidad, porque Manuel el hermano de don Antonio, escribió un poema que tituló precisamente, “La Copla” y que muchos años después, Ricardo Comba musicalizó, haciendo con él una canción, que no la recuerdo toda pero, ¿saben cómo dicen las primeras estrofas? Dicen así:
Hasta que el pueblo las cante
las coplas, coplas no son
y cuando las canta el pueblo
ya nadie sabe el autor
Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no las ha escrito nadie.
Comenzaba a querer irse la tarde y el tono de la prosa, con la copla en su eje, no declinaba en absoluto. El vasco Hospitaleche cargaba en el carro, parrilla, asadores y trebejos varios aprontando el regreso y aquello continuaba mostrando íntegro y vivo su interés. Finalmente Yupanqui cerró el estuche de su guitarra y se incorporó; todos fueron haciendo lo mismo, formando grupos que tomaban rumbo al pueblo caminando. Y en cada uno de ellos el tema seguía siendo la copla.
Cuando vivimos una experiencia que nos remueve interiormente abriendo surcos que – al decir de mi tío Lino - “van hasta el fondo de la chacra”, anda en nosotros una sensación indefinida que por momentos se opaca, se aleja, como que quiere borrarse y de pronto, en cualquier momento inesperado reaparece; la memoria nos la trae en partes que se nos reviven claramente, a veces sólo en retazos pero que son bastantes para reiterarnos lo que ya sabemos: que corresponden a un instante memorable como el que vivimos aquella tarde. Pero fuere porque es parte de este proceso de no fácil definición o como natural respuesta de nuestro ánimo al mismo, asoma y va cobrando fuerza decisiva, el hacer algo que logre dar presencia concreta y duradera a algunos contenidos de aquella experiencia. De todo esto nace como propósito válido recordar coplas de mi pago que yo conocí desde niño. ¿Todas? Claro que es imposible. Apenas las que la memoria resuelva. Algunas irán surgiendo solitas, desnudas, pues todo lo que se dijera estorbaría el sentir de lo que ellas dicen; otras llevarán algún engarce, un simple marco que nos hemos permitido entender que cabe o que simplemente corresponde armónicamente a su decir.
En el campo del derecho hay algo así como un principio que establece que la ignorancia de la Ley, no libra de culpa a todo aquel que, de la forma que fuere, la afecte. Pero y ante la primera copla que veremos, alegamos que nosotros y todos los niños con los que compartimos la infancia no debemos cargar culpa de irreverencia. Simplemente no teníamos idea alguna de nuestra Historia y sus héroes, seguramente la oímos de uno de nuestros mayores y declamábamos:
“Artigas y Lavalleja,
Rivera y otros caudillos,
peleaban en calzoncillos
porque era la moda vieja”
Cuando nos pusimos en viaje al tiempo de las coplas de nuestro pago, esta fue también entonces la primera que la memoria nos trajo, en su libérrimo y acostumbrado actuar prescindente de nuestra voluntad y hasta oponiéndose muchas veces a ella, acercándonos lo que se le ocurre y no lo que nosotros le pedimos, debiéndose a esto el rodeo-aclaración previo. Sin embargo finalmente pareciera que después decidió ayudarme con algunas, de la misma época de aquella primera que me acercara y como ella igualmente simple, pero con una gracia tan válida como para que sus versos conformen dignamente una copla.
Si señor amigo viejo
lo que le digo es verdad
la chancha mueve la cola
de lo contenta que está.
Caraballo mató un gallo
y en la plaza lo enterró
y el gallo salió gritando
¡Caraballo me mató!
Cuando salgas por el campo,
llevá la vista liviana,
como no podés, podés
hallar una lechiguana.
Pobrecito el aguará
que andaba de cerro en cerro
tanto joder la paciencia,
¡Lo hicieron cagar los perros!
¿Qué andás haciendo muchacho
debajo de esos quebrachos?
Comiendo esa fruta verde,
¡Dios te libre de un empacho!
De las aves que vuelan
me gusta el chancho,
porque levanta tierrita
de atrás del rancho.
Casate y tendrás mujer,
vivirás como el conejo:
Siempre metido en la cueva
Y siempre cuernudo viejo.
Vamos a ver si es verdad,
vamos a ver si es mentira
que, según dice la gente,
el que se muere se estira.
Bicho feo,
carancho asau,
metete al agua
y sacá un pescau
Si la frezada es rabona,
por mucho que sea el anchor
o la cabeza o las patas,
van a quedar sin calor
Lo mataron a traición,
con las manos ocupadas,
en una tenía el revólver
y en la otra tenía la espada
Si se halla en un entrevero
de aquellos de mete y saca,
no recule aunque lo traigan
igual que cuero en la estaca.
¡Cómo no voy a quererla!
Si con ella tuve un hijito
Que cuando me ve venir:
¡Tata!, dice el tapecito.
Años la esperé y me fui,
pensé que nunca vendría
y dicen que ella llegó,
justamente al otro día.
Me miró y yo la miré
seguro de que ya estaba
tiré y ¿ quién iba a pensar
¡se me dio vuelta la taba!
El tabaco se conserva
más fresco guardau en lata
y pa´nunca tener callos,
lo mejor es la alpargata.
Era una china jetona,
de nariz chata y clinuda,
y pa´pior cebaba el mate,
más lavau que llanto ´e viuda.
¿Tus ojos te traicionaron
cuando te miré sonriendo
y me dijeron clarito,
de que me andabas queriendo.
Anteriormente hablamos de marcos o engarces que podrían aparecer de pronto en este rememorar, acompañando alguna copla. Acá irán los primeros de estos, antecediendo a una que se nos presentó, se nos apareció sorpresivamente y que lo entendimos no rechazable; en una de esas porque todo lo que cuenta: el ámbito, el momento, el lugar y la forma en que se nos apareció, ocurrieron en la realidad y tal como hoy lo decimos.
Era una tarde de julio, de esas de garúa finita que parece penetrarnos la cara con agujas de hielo, empujadas por un viento frío de veras. Estábamos en la boca de un galpón, por suerte con el viento del lado de la culata, junto a un brasero en el que chillaba la caldera tiznada que, cuando era preciso, viajaba hasta el mate. Más adelante, casi contra la línea de pocitos excavada por las gotas que caían del mojinete, El Bello tusaba prolijamente un petiso tostado que mostraba disfrutar de la operación entrecerrando los ojos, dormitando casi. Las desflecadas banderas de garúa que el viento hacía flamear, entre uno y otro de sus ramalazos dejaban entrever las Sierras del Yerbal que se levantaban allí nomás, desde el campo llano, cerrando el horizonte.
El Bello era un negro todavía joven. Si yo fuera caballo - él mismo decía – iba a ser más zaino clarón que oscuro tapado; de buena presencia y con un bigotito de presumido recorte, en contraste con su modesta indumentaria. Trabajaba prolijamente, concentrado en el quehacer mientras por debajo el ruido de la tijera, apenas se escuchaba un velado gemido musical velado que nacía en su amplio pecho, sin mover sus labios. Ya casi al acabar la faena, recortando el cerquillo del petizo, con una media voz que se ganaba la atención, de pronto cantó:
Comí poroto
que estoy por reventar
y me quedó la panza
como la trompa del motocar.
Dio un último tijeretazo entre las orejas del petizo, retrocedió un paso y quedó mirando con un ojo cerrado como tomando puntería, el borde inferior del cerquillo de un acabado impecable.
Vino a sentarse a nuestro lado y se puso a hacer cigarro. Cebamos un mate y tomándolo mirábamos la garúa, pensando que la áspera sustancia de aquellos versos contrastaba con cualquier atisbo poético que pudiera haber en aquel ámbito y momento que nos contenían. Pero El Bello, con cuatro de ellos, indudablemente, había hecho una copla. Que es poesía.
Viene rodando al revés
la rueda de la fortuna,
nueve, ocho, siete, seis,
cinco, cuatro, tres, dos una.
En tiempos de pericones
lucí chiripá bordao,
bota ‘e potro, nazarenas
y calzoncillo cribao
No arrempuje, a usté le enseñan,
que eso es mala educación
y cuando quiere acordar,
lo vuelcan de un rempujón.
Puede decirse de casi todas estas coplas que hemos venido conociendo o recordando, están lejos en su tónica expresiva de las honduras del sentir, que eran sustancia de las que aquella lejana tarde se plantearon y acabaron motivando estos renglones. Pero recordemos lo ya dicho de la memoria y su caprichosa autonomía para responder a nuestros pedidos, por lo que podemos esperar con certeza, si no en una entrega torrencial, seguramente ahora una, más tarde otra, irán apareciendo aquellas que se nos están demorando. Tal vez ya en el renglón siguiente.
Si el cuerpo fuera una estancia
no mandaría el corazón.
Sería patrón la cabeza
y la mano sería peón.
Y ¿ pa' qué va'ser la mano?
Pa ‘ saludar desde lejos
o apretar la que nos dan,
sintiendo qu'es de un hermano.
No haga la venia a cualquiera,
mire que hay quien se escondía
en la guerra y hoy en día,
andan pura charretera.
Un día yo iba como yendo
y ella como que venía.
Me miró como a una nada.
¡Nunca me olvido aquel día!
Asegún vengan las cosas
tienen ellas su valor
y si no, mire en el truco
que un rey falso vale un dos.
Si uno está lejos del pago
y le entra el extrañar,
es como una comezón
que no se va con rascar
Mi ponchito vichará,
mucho fleco y poco abrigo,
es igual que el pobre amigo
que por no tener, no da.
Con la voz de más adentro
me lo dijo mi guitarra:
la copla es canto rodado
pulido al calor del alma.
Pedir ayuda a un cristiano
que no tiene corazón,
viene a ser casi lo mismo
que golpear en un panteón
Agradece el que le prestan
y más aquel que le han dao
y sólo aquel que es ladrón,
agarra y lleva callao.
Me dijo, después de añares,
que ya no me precisaba.
Con razón decía mi abuelo:
patrón amigo no se halla.
Hablábamos con Rolina Ipuche Riva tan destacada docente como escritora, autora entre otros títulos del relato laureado “La Vieja Pancha”, duro, áspero, pero genuino y volcado en el lenguaje exacto para el tema, que consagró definitivamente su calidad creativa. Hija de don Pedro Leandro Ipuche y arraigada por el afecto en Treinta y Tres, cuna de su padre que fue una de las figuras más salientes de nuestra literatura toda, me decía que el mismo, cuando ella era niña le cantaba una copla traída de su pago:
Al sol le juego una apuesta,
que no me encuentra durmiendo
porque cuando él va saliendo,
yo estoy por dormir la siesta.
Cuando yo salí de mi pueblo para no volver más a vivir en él, José Luis Guerra y Braulio López eran niños por lo que, a pesar de que entonces nuestro pueblo aún era muy pequeño, no llegamos a conocernos. Años después de aquel momento, el dúo “Los Olimareños”, triunfaba recogiendo un cerrado aplauso tras cada canción, en la fonoplatea que entonces tenía C.X. 14 Radio El Espectador. Yo ignoraba que aquello estaba ocurriendo, cuando recibo una llamada de un amigo que dirigía allí el informativo, el que me decía que en la emisora había dos personas del pago preguntándole cómo hacer para hablar conmigo.
Fuimos enseguida y mi amigo me presentó a “Los Olimareños”. El abrazo paisano fue apretado y la prosa, atropellada y cálida envolvió el pago, “sucedidos” de mis tiempos y de los tiempos en los cuales yo ya no estaba, de los amigos comunes como Cacheiro, El Paco Bilbao, El Carau Peralta, El Laucha Prieto, Ruben Lena que aún no había emprendido su formidable faena y una larga lista que lamentablemente acá no cabría si intentáramos acabarla. Pero en los dos últimos nombrados se centró la prosa, porque ellos les habían advertido a “los gurises”, como les llamábamos entonces, que si llegaba a plantearse lo que les estaba ocurriendo, buscaran encontrarse conmigo. Y lo que les había pasado obligándolos a llamarme era que el éxito había superado sus previsiones. Es decir, les ofrecían ampliar la temporada y se les había agotado el repertorio, viéndose obligados en caso de aceptar la oferta, a repetir lo cantado sin variante alguna.
Nos reunimos al día siguiente, allá por el lejano barrio Colón, en un apartamento de los hermanos Prieto, Wilson y Waldemir, entonces sastres los dos. El primero cortaba y el otro cosía. Y ambos excelentes guitarreros.
Aún estaba grande y viva aquella llama que había encendido la zamba entre quienes querían el canto que venía de la tierra y al día siguiente sábado, con un muy precario tarareo previo, a mi cargo, vuelto música por la guitarra de Pepe con el respaldo del bombo de Braulio, ya quedaron casi prontas dos de ellas que yo había llevado. Y digamos que adelantadas, unas décimas por milonga cuyo ajuste se alcanzó el domingo, aunque no madrugamos, antes del almuerzo. Yo había adelantado que para la tarde tenía algo más y cuando llegó el momento, mostré algunas coplas sueltas que había ido escribiendo al influjo, que seguía vivo, de aquella tarde, ya lejana, compartida con Yupanqui y que permanecía patente a pesar del tiempo. Dije lo que eran y que las había llevado por si pudieran servir, hallándoles ellos alguna forma cantable que ni siquiera habíamos pensado nosotros buscarles. Las leímos y gustaron pero luego se impuso un silencio largo, que rompió Pepe con unos poderosos rasgueos y tres o cuatro casi alaridos de la prima para decirnos, de pronto, que con aquellas coplas se podía hacer ¡flor de cifra!; arrancó nuevamente con la guitarra y leyendo el papel que yo sostenía delante suyo, cantó la que sería primera estrofa:
El pintor que pinte mi alma
tendrá que pintarla pampa,
porque mis penas son negras
pero mi frente es bien blanca.
Y fue una cifra. Yo propuse el título “Tientos”, porque sentí que mis coplas pasaban a ser algo muy similar a las tales tiritas de guascas que, sueltas, son sólo eso, pero juntas y bien trenzadas - la música de la cifra cumplió esa faena con sobra – conforman una cosa nueva, distinta y fuerte, que puede cobrar uso y valor apreciables. Dos zambas, entonces, unas décimas por milonga y una cifra, bien asimiladas por ensayos prolijos, en tan solo un fin de semana, agrandaron el repertorio con el que “Los Olimareños” se presentaron en la fonoplatea. Los “tientos” de la cifra habían sido hasta entonces un grupo de coplas del pago. Y fueron más tarde las únicas de las que tuve testimonio fehaciente de que, por lo menos, cruzaron el Plata.
Allá por los ochenta apareció de paseo por Montevideo Víctor Velázquez, un correntino buen cantor y guitarrero que había estado unos años antes y hasta pareció que por aquí quedaría, pero luego de un tiempo, agarró su guitarra y le salió al camino. En esa venida nos encontramos, nos abrazamos, claro, y me contó que había oído “Tientos” en unas fiestas tradicionales en Coronel Dorrego, provincia de Buenos Aires.
Las coplas que conforman la cifra, acompañando la que ya hemos visto son:
El pintor que pinte mi alma
tendrá que pintarla pampa,
porque mis penas son negras
pero mi frente es bien blanca.
El que converse conmigo
tal vez que me encuentre hosco.
Por fuera no se quién soy
por adentro me conozco.
Triste la vida de algunos
mirar pasar a los otros,
sentir el alma caballa
sin nunca haber sido potros.
Me lo dijo un criollo viejo:
A cuartear siempre acostumbre,
sea como el candil del pobre,
jieda y ahume pero alumbre.
Hay hombres como el palenque:
los secos no le hacen mella.
Pero sin oidopa'l canto
ni ojos pa'ver las estrellas.
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