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Múltiples paseos a un lugar desconocido
Una reseña de Carlos Alcorta
Aunque en estos últimos meses hayan coincidido en los estantes de las librerías dos antologías de su obra —la que comentamos en estas líneas, editada por Pretextos y Transparencias, de la que se ha ocupado la editorial Visor—, Circe Maia no ha tenido mucha fortuna editorial en nuestro país. Los lectores interesados en su obra sólo disponíamos de la antología que preparó en 2016 Alfredo Pérez Alencart en Salamanca. Afortunadamente, esta inmensa injusticia poética se ha reparado a tiempo y —gracias al tesón y al buen hacer de Jordi Doce, autor del prefacio y de la selección de los poemas— disponemos ya de una importante muestra de su obra.
Circe Maia (su nombre delata su origen griego) nació en Montevideo en 1932 y ha dedicado gran parte de su vida a la docencia, fundamentalmente en la especialidad de filosofía, aunque por los avatares políticos de su país fuera destituida de su empleo por la dictadura militar y hubiera de ganarse la vida durante un tiempo impartiendo clases de inglés hasta que, con el regreso de la democracia a su país en 1985, fue restituida en su cargo. Muy pronto destacó por el despertar de su vocación poética (en 1944, gracias a la financiación de su padre, publicó su primer libro de poemas, Plumitas), aunque no será hasta que cumpla los veinticinco años cuando publique el que podemos considerar su primer libro, En el tiempo (1958). Estamos ya ante una poesía con personalidad propia, muy atenta a la realidad que descubren los sentidos, especialmente la vista y el tacto, como se puede confirmar en uno de sus poemas: «La piedra del mar», del que extraemos este verso: «Sobre todo del tacto vienen las realidades». Paradójicamente, en este primer libro, y a pesar de la juventud de la autora, dos temas se imponen —temas que tendrán posteriormente una gran relevancia—: las fracturas del tiempo («Tiempo que no ha venido y que quizá ya empieza/ a dibujar sus formas, despacio, a delinearse/ así, como a perfilarse en las nubes,/ como formas de espuma movediza») y el inexplicable vacío que deja la muerte («Muerte, de pie, la muerte/ altísima, de pie, sola, parada/ sobre mayo deshecho»).
La poesía de Circe Maia produce, en primer lugar, extrañeza y, después, admiración. Extrañeza porque la mirada que desnuda los objetos y la conciencia que se tiene de ellos es todo menos acomodada («El ojo es una cárcel/ que apresa y suelta en un pequeño instante»). El ángulo de visión desde el que observa dista mucho de esa aparente neutralidad del que mira solo lo que ve, lo que está en la superficie. Maia practica lo que Jordi Doce ha descrito de manera precisa como «una mirada nueva o limpia sobre el mundo, despojada de prejuicios y retóricas fosilizadas: ahí entran tanto la pulsión geométrica o constructiva como la influencia del arte y la poesía orientales, el deseo de levedad y condensación, la búsqueda de líneas claras y formas tangibles, la lectura depurada de los signos de la naturaleza», pero esta particular manera de ver y, por tanto, de ser, que tanta admiración nos produce, poco nos aportaría si no estuviera acompañada de una forma de verbalizarla distinta, esencial, sin «retórica fosilizada». La poesía de Circe Maia está construida con sensaciones, con ideas que se manifiestan en sí mismas y no precisan de complejas digresiones para hacerse comprensibles. Antes al contrario, es en la sencillez de su discurso, (sencillo, pero no, obviamente, simple) donde radica su fuerza, su seducción (quizá la figura de William Carlos William a quien tradujo —entre otros autores como Shakespeare, Ezra Pound o Dylan Thomas— no esté lejos de sus pretensiones). Resulta paradójica esa facultad que permite comunicar con naturalidad los avatares de una vida activa, comprometida, doliente. Somos dados a pensar que este tipo de poesía está más cerca de personas contemplativas, sedentarias, no sólo física sino emocionalmente.
Pero, como escribe la autora, «Las palabras son a la vez nuestro refugio y nuestro puente hacia las cosas y hacia los demás». Son varios los poemas recogidos en esta antología que frecuentan la cuestión metapoética, pero lo hacen sin recurrir a consideraciones teóricas, parecen más reflexiones que la poeta se hace en la intimidad, como vemos en el poema simbólicamente titulado «El medio de transporte»: «Lo mejor sería no pensar demasiado/ en ellas, las palabras. Ellas vienen/ así o de otro modo y no es tan importante», en «Las palabras», que comienza así: «A veces se presentan enemigas./ ¿Cómo atacar o cómo huir? Aun este/ comenzar a escribir, ahora mismo, o la charla común, que bien podría/ ser entablada por computadoras./ A la pregunta van tales respuestas/ posibles, y no otras» o en «Formas», que finaliza con estos versos: «Leyes semánticas y fonéticas rigen/ la mano que ahora escribe./ —¿Algún impulso/ se muestra irreductible?/ —Las formas/ nada dicen». Esto, como comprobamos leyendo su poesía, no es cierto del todo, pues Circe Maia está muy atenta a la forma, aunque no estemos hablando de formas siempre sujetas a los distados de la tradición. Su decir sosegado, la apreciación de lo anecdótico como sustento del poema busca nuevas formulaciones, pero el ritmo sigue unas pautas conocidas. Maia entiende el poema como una conversación, a veces consigo misma, y otras con un interlocutor innominado: «Me da —ha dicho— mucho placer que en el poema suene, a veces, una expresión bien de nuestra conversación, porque casi siempre hay un diálogo con el lector. Lo prosaico. Me gusta el prosaísmo».
A pesar de ese tono conversacional de confidencia, incluso, la poesía de nuestra autora no abusa de lo testimonial. Hay confesionalidad, pero sabiamente enmascarada por un proceso simbólico que desvirtúa y amplia las posibilidades de interpretación, como ocurre en el libro en prosa Destrucciones (1986). Es acaso la propia historia de cada uno —como le sucede a la planta del poema del mismo título— la que nos individualice, no nuestro aspecto, un aspecto que muestra una preocupante homogeneidad con la del resto de los seres con quienes convivimos. La historia íntima es la que, en definitiva, construye la realidad, esa realidad que Circe Maia entreteje con los hilos de su pensamiento.
Múltiples paseos a un lugar desconocido recoge una muestra suficientemente amplia de sus diez libros de poesía, para lo cual, como nos informa su responsable, Jordi Doce, se ha seguido la segunda edición de su Obra completa (2010), así como Dualidades , publicado en 2014. Se han —escribe Doce— «adecuado los criterios ortotipográficos y de puntuación a lo establecido por este libro, el último de los suyos». El resultado, como se ve, es impecable. Nada nos gustaría más que fueran cientos los lectores que, a través de este volumen, descubrieran ya su poesía, porque en algún momento «habrá que decir adiós al ruido de la lluvia», pero «¿Cuándo?».
Selección de poemas
VOCES EN EL COMEDOR
La puerta quedó abierta
y desde el comedor llegan las voces.
Suben por la escalera
y la casa respira.
Respira la madera de sus pisos,
las baldosas, el vidrio en las ventanas.
Y como por descuido se abren otras puertas
como a golpes de viento
y nada impide entonces que se escuchen las voces
desde todos los cuartos.
No importa lo que dicen.
Conversan: se oye una,
después se oye otra.
Son voces juveniles,
claras.
Suben
peldaños de madera
y mientras ellas suenan
—mientras suenen—
sigue viva la casa.
TRAICIÓN
El último sol no le dijo: soy el último sol.
Nada le previnieron.
El agua resbaló sobre su cuerpo y él no supo
que era el modo en que el agua
decía: adiós. No supo.
Nadie le dijo nada.
Cuando llegó la noche, llegó para quedarse.
Y él no lo supo nunca.
LAS COSAS POR SU NOMBRE…
¿Y si no lo tienen?
¿Cómo se llama esta tristeza
que te dan las tres notas ascendentes
de La muerte de Aase, en esta música?
Cuidado, no se llama Esta Tristeza.
Vas a tener que dar algún rodeo
para nombrarla,
porque no existe fuera de las notas
y sin embargo
las notas no son ella.
CIUDAD DE CASAS BAJAS
Las calles desembocan
fácilmente en el cielo.
Detrás de las palmeras de la plaza
se pone el sol: el rojo
se ensombrece en violeta
allí muy cerca.
Y encima de las casas, nubes
—a veces largas franjas,
o las algodonosas, con los bordes brillantes—.
Todo allí mismo, tocando techos bajos.
Hay esquinas donde la luz demora
y se prende a un balcón y lo suelta sin ganas.
El cielo toca todo
y entra por todos lados.
¿Qué haremos con tanto
azul tan cerca?
LAS SIETE PLACITAS
Al entrar o salir de la ciudad se atraviesan
siete plazas pequeñas.
En alguna no cabe más que una palmera.
En otra, hay dos árboles y un banco.
En la más grande hay hasta una fuente
y una gran rosaleda, con bancos que se enfrentan.
No está todo al mismo nivel. Hay un lugar más alto.
Allí han puesto una estatua.
(La estatua, con el sable en alto,
ataca el aire plácido.)
Calles finas y curvas separan las placitas.
Crucemos con cuidado.
Desde este lugar se ven las casas nuevas
y, en las veredas, siete palmeras altas
que conservan la luz del sol por mucho rato.
Cuando todo es penumbra
se ve brillar las hojas todavía
y a veces
un rumor en lo alto.
JUNTO A LA PUERTA
Sobre un texto de Kafka
Junto a la puerta hay un guardián.
Le has pedido permiso.
«No es posible pasar —te dice—.
Pero si te dejara, encontrarías otros, más terribles,
que no te dejarán avanzar.»
Te sientas junto a la puerta. Esperas.
En muchísimo tiempo nada cambia. Envejeces.
Sientes llegar el fin. Pero antes, miras
cómo el guardián cierra la puerta.
«¿Por qué la cierras?», dices.
Y él te contesta:
«Esta puerta te estaba destinada.
Ya no estarás aquí. Voy a cerrarla».
¿CÓMO SERÁ?
¿Será posible que uno esté escribiendo,
por ejemplo, esta frase, y nos quede inconclusa?
«Tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.»
No veremos entonces el momento
previo, el momento
último. Caerá el papel,
la taza de café, o lo que sea.
O tal vez no.
Podría ser la velita que se apaga
imperceptiblemente
sin que ninguna puerta se cierre
y ninguna se abra.
Fuente: El Cuaderno